La gente no tiene dignidad, no porque se la quiten sino porque no la quiere.
La gente es muchas cosas que la gente desconoce.
Yo soy muy poca cosa, tan poca que sé lo que soy; en los planes de Dios no estaba prevista mi vida.
La vida es que te mates, que te maten o te mueras; yo viví mucho tiempo y mucho tiempo perdí después contando lo mucho que vivía.
Mis hijos crecen solos, les alimento y crecen solos.
Yo, de tan grande al nacer, nací criado.
Dos semanas después mi madre siguió teniendo contracciones; tuve la seguridad de que me estaba muriendo desde el mismo momento en el que abrió su pelvis para que cupiera mi cabeza.
Nada más nacer, Dios me envió al infierno con una cruz de Caravaca al hombro, entre las dos fregonas infinitamente absurdas que ideó mi bisabuela, desde el orgasmo al estertor, desde el vientre al osario, en esta papelera de cadáveres ibéricos donde los niños españoles firman, ya en el paritorio, su propia defunción.
Dejé pasar un par de días antes de comprender que lo que mejor se me daría en adelante era ceder la palabra.
Dejé pasar un par de meses sabiendo que el tiempo, al menos, me corregiría las faltas de ortografía.
Y dejé pasar un par de años enfrentándome al peligro no para vencerlo sino para aprender de él.