Una pandemia recorre España. Y no es precisamente el Covid-19, aunque tenga que ver con la corona. Las últimas semanas, a medida que la intensidad de la crisis sanitaria ha ido bajando de intensidad, la crisis política ha ido escalando peldaños. En cierta manera y (de momento) simbólicamente, lo que estamos viviendo recuerda a las escenas iniciales de Guerra Mundial Z, una película postapocalíptica dirigida por Marc Forster. Para hacer memoria, el protagonista, un antiguo trabajador de las Naciones Unidas interpretado por Brad Pitt, mientras conduce por las calles de Filadelfia, asiste atónito, a un violento ataque de grupos de personas descontroladas con el rostro empapado de rabia que se abalanzan sobre los transeúntes con el ánimo de morderlos. Efectivamente, se trata de zombis, esos seres de las películas de terror y de las metáforas sociales que proliferan (de momento, en el ámbito de la ficción) en épocas de crisis profundas.
Hoy es más que evidente que el estado de descomposición política y social de España, ya patente en la última década, no deja de acrecentarse. Como en las películas de terror, las consignas de los líderes (por llamarlo de alguna manera) invocando a la unidad y confiando paulocoelhísticamente que "saldremos reforzados" presagian una serie de tragedias aún mayores. Al fin y al cabo, este tipo de retórica vacua funciona más bien como los recursos narrativos típicos de las películas de catástrofes, a la hora de hilvanar escenas trágicas en una evolución sórdida de los acontecimientos, con escasas posibilidades de final feliz.
Debemos reconocer que, desde Cataluña, donde anteriormente se rodó una película similar, con informes manipulados, magistrados inquisidores, lawfare judicial, apagón informativo, criminalización de la disidencia, ataques nocturnos de paramilitares fascistas, miles de heridos y procesados, y decenas de presos políticos y exiliados, el guión nos resulta familiar. España no es una democracia, y el Régimen del 78 debería renombrarse como Régimen del 39, 2.0 versión mejorada. Mismos apellidos, idénticas sagas entre los manejadores del cotarro, misma policía y guardia civil con su negra historia, misma orientación ideológica y prácticas en las cúpulas judiciales, misma intransigencia, similar sentido autoritario al del régimen franquista y más allá.
Como en el famoso poema de Martin Niemöller, primero fueron a por los vascos (con sus torturas, GAL, asesinatos extrajudiciales, represión irracional, montajes en Altsasu...); después fueron a por la CNT (su caso Scala, sus montajes policiales, su represión, sus maniobras antisindicales,,...); después fueron a por los catalanes (aporellismo invocado desde la Zarzuela, informes inventados, sentencias escritas antes de los juicios, medios deformadores de la realidad,...); ahora les toca el turno al entorno de Podemos, lo que queda del 15-M (recordemos la dantesca represión ejercida contra manifestantes en 2011), e incluso contra el partido de orden del régimen, un PSOE que se ha visto forzado a pactar con la izquierda, porque el trifachito ha adoptado la mirada y la actitud política de los zombis de Guerra Mundial Z, tratando de morder rabiosamente todo lo que cuestione la hegemonía de los vencedores (gracias a Hitler y Musolini) de la Guerra Civil.
Efectivamente, el neofranquismo que se ha apropiado de la identidad española (y la ha monopolizado simbólicamente) es un extraño injerto entre el falangismo más tradicional, el reaccionarismo carpetovetónico que Machado definió como la España Negra de-charanga-y-pandereta, con la sofisticación del neoliberalismo más despiadado puesto en marcha en la Comunidad de Madrid, la más socialmente polarizada del estado. Todo ello, aderezado con las innovadoras técnicas de intoxicación made in Steve Bannon. Todos estos grupos ya existían, pero durante buena parte de la etapa constitucional parecían confinados en el búnquer con el objeto de que los manejadores del cotarro pudieran ensayar una modernización de corte liberal y socializante, finalmente abortada por el Aznarato. De hecho, los zombis surgían ocasionalmente de las catacumbas en determinados momentos, como los últimos y agónicos años de Adolfo Suárez, en las celebraciones del 20-N (y en Cataluña, en las del día de una Hispanidad asociada a los brazos en alto, a los pajarracos impresos en rojigualdas, y a las agresiones a inmigrantes). Pero, sobre todo, fue durante el crecimiento del independentismo catalán, aunque también en la recuperación pública de la lengua en el País Valenciano o las Baleares, cuando finalmente han salido del armario dispuestos a restaurar esa especie de imperialismo casposo de los años 40, cuando los discursos patrióticos servían para tratar de enmascarar la miseria material y moral de la España que destruyeron mediante bombas, campos de concentración, cárceles, cuartelillos y fosas anónimas.
Efectivamente, en las últimas semanas han vuelto a proliferar, con sus policías patrióticas, con sus montajes policiales, con sus informes escritos por los mejores guionistas hollywoodienses, con su odio destilado desde determinados medios de comunicación, con su rabia de verse cuestionados en su estatus por un gobierno que consideran ilegítimo, puesto que creen que el poder les corresponde por derecho de sangre.
De hecho, como ya sucedió en el oscuro episodio, nunca del todo aclarado, de 1981, (el del aceite de colza), España está viviendo una especie de síndrome tóxico ante el cual las izquierdas se sienten impotentes. Sus renuncias en la Transición, especialmente las simbólicas (la bandera, el himno y la monarquía) les han impedido una verdadera reforma democrática que debería haber pasado necesariamente por haber juzgado (y apartado) el franquismo y los franquistas, como sucedió con las sociedades europeas tras la caída de Berlín en mayo de 1945. Desgraciadamente, los aliados no desembarcaron en España y permitieron la continuidad del franquismo. Al no haber podido quitarnos de en medio la pesada hipoteca de no haber derrocado la dictadura, ahora estamos pagando un elevado precio en forma de lo que Vicenç Navarro denominó, con acierto, el subdesarrollo social y democrático español.
En cierta manera, esta movilización facha (surgida desde el Deep State, aunque con manifestaciones folklóricas en el barrio de Salamanca) que, poca broma, trata de hacer caer mediante métodos golpistas un gobierno elegido en las urnas, trata de imitar el mismo alzamiento de 1936, cuando los generales conspiraron contra la República para “corregir” la voluntad popular. La diferencia es que las togas podrían substituir a los uniformes como ejecutores del golpe. Ya hemos visto como funciona el lawfare en Cataluña o el País Vasco (o incluso contra el Madrid popular, en el que hay presos políticos que “se atrevieron” a defender la voluntad popular de Cataluña). Ya lo hemos visto en Brasil, cuando un grupo social se ampara en el poder judicial para quitarse de en medio los adversarios políticos. El guerracivilismo del tridente reaccionario (difícil de distinguir en sus proclamas y programas) nos hace pensar en una especie de pandemia ideológica en el que, como los miles de extras que saltan sobre sus víctimas en Guerra Mundial Z, puede tener una versión castiza en una “Guerra Civil Z”, con su parafernalia de rojigualdas, himno franquista y dinastía borbónica impuesta a dedo por Franco. Lógicamente, la izquierda está prisionera al haber aceptado los símbolos del enemigo. La bandera oficial española, por mucho que haya sustituido el pajarraco por un insípido escudo, sigue siendo la misma que asesinó, exilió y encarceló a centenares de miles de españoles demócratas. La marcha real no es el himno de España, sino de los “nacionales” responsables de lo que Paul Preston denominó "el holocausto español”. La monarquía puesta a dedo, ya no solamente es de vergüenza ajena, sino un sólido motivo de desprestigio internacional en el que los escándalos se expanden a la velocidad de la luz. La izquierda solamente podrá ser creíble si es capaz de romper simbólicamente con el franquismo y su negra herencia.
La rabia y las proclamas apocalípticas que se escuchan desde el nacionalismo banal español (es necesario recordar que los franquistas se designaban a sí mismos como “nacionales”) pueden acabar teniendo un precio. El franquismo empujó a la catástrofe social al país. La supuesta democracia española está ignorando gravemente el mandato de las Naciones Unidas, Human Right Watch y de Amnistía Internacional, las cuales le están exigiendo liberar a sus presos políticos, o asegurar la libre circulación de unos exiliados que pueden circular por todo el mundo, menos por España. La Unión Europea está harta de una corrupción que sigue intacta, así como hasta las narices de las exenciones fiscales de las grandes fortunas. Occidente está hastiada de la aversión al diálogo como método de resolver conflictos políticos. El mundo democrático no entiende cómo la monarquía parece un agujero negro de escándalos de todo tipo. La izquierda, que no movió un dedo mientras se violaban los derechos humanos en Cataluña, el País Vasco, el Madrid popular, debe elegir entre enfrentarse abiertamente (lo que implica convertirse seriamente al republicanismo) o esperar, como en la estrofa final del poema de Martin Niemöller al día en el que, como vergonzosamente la policía y miles de zombis nacionalistas españoles, vayan a buscarlos al canto del “A por ellos”.
A los maltratadores no se les combate bajando la cabeza, sino enfrentándose directamente a ellos. El antídoto a este virus que amenaza con hacer retroceder a España a los años cuarenta del siglo pasado se llama República. Se llama ruptura democrática. Se llama autodeterminación. Se llama, juzgar los crímenes franquistas, especialmente los que se han continuado produciendo tras la desaparición del dictador. Aunque lo más probable es que antes de que ello suceda, vascos y catalanes se hayan independizado ya. No por nacionalistas, sino porque ya no aguantan vivir bajo una autocracia, entre zombis que invocan lo más rancio del franquismo dirigidos por un deep state que trata de mantener bajo control lo que fue un imperio que no ha aceptado que es un país secundario, no muy atractivo, con más defectos que virtudes, secuestrado por la charanga y la pandereta.