El debate actual se centra en si las tensiones comerciales que observamos constituyen una verdadera guerra o son simplemente una táctica de presión estratégica. Recordando a Thomas Paine, quien vio en el libre comercio la única vía para erradicar la guerra, constatamos que la historia respalda la idea de que el comercio es el cimiento de la civilización – le debemos incluso el alfabeto. Sin embargo, esta visión choca con la perspectiva atribuida a Heráclito, para quien la guerra es la fuerza primordial de la que todo emana, incluido el propio comercio. Esta dualidad es fundamental: el comercio, aunque civilizador, está intrínsecamente ligado al conflicto.
Vivimos un momento que evoca la decisión de Nixon en 1971 de desvincular el dólar del oro, poniendo fin a Bretton Woods y abriendo una era de incertidumbre. Hoy, asistimos a un proceso similar con la Organización Mundial del Comercio (OMC), el pilar del multilateralismo comercial. La ironía crucial reside en que Estados Unidos, el arquitecto principal del orden económico de la posguerra, es ahora quien activamente lo debilita. La OMC, inherentemente frágil por su mecanismo de consenso y su falta de poder coercitivo real, se muestra incapaz de resistir el avance del nacionalismo económico.
Es vital entender que los aranceles trascienden la mera cuestión de precios; representan un desafío geopolítico significativo. Mientras China responde con contramedidas, la Unión Europea se encuentra atrapada entre estos dos gigantes, careciendo de la fuerza necesaria para imponer su propia agenda. Esta debilidad se agrava por la persistente dependencia europea de la OTAN, una alianza militar cuyo garante principal, Estados Unidos, opera ahora bajo la directriz del "America First". Esta realidad convierte el proyecto de una defensa europea autónoma en una quimera, dejando al continente en una difícil oscilación entre la subordinación a Washington y la impotencia ante desafíos globales como el ascenso de China. Y el proyecto de una fuerza de defensa europea (un ejército «euro-pie») fracasó ya en 1954. Las iniciativas actuales, impulsadas por la Política Común de Seguridad y Defensa (1992) y reactivadas por la guerra de Ucrania, no cambian la realidad: la seguridad de Europa sigue en manos de la OTAN.
El economista Joseph Schumpeter nos recordaba que las crisis, si bien impulsan la innovación, no garantizan necesariamente un resultado mejor. Aplicado a la situación actual, el colapso de la OMC no daría paso a un sistema global mejorado, sino probablemente a la fragmentación en bloques económicos rivales. En tal escenario, los principales perdedores no serían solo las empresas, sino las propias democracias, que se verían desbordadas por las tensiones sociales generadas por un conflicto comercial prolongado.
Se constata así que el orden liberal internacional está en clara retirada. La pregunta fundamental no es si habrá cambios, sino si estos serán gestionados de forma controlada o si desembocarán en el caos. En este contexto, Europa, debilitada y dividida, parece resignada a un papel de mera espectadora. Es importante subrayar que el peligro más profundo no radica en los aranceles en sí, sino en la erosión del sistema multilateral que, pese a sus imperfecciones, fue clave para evitar otra conflagración mundial.
La caída del comunismo no significó el fin de la historia, sino el comienzo de una nueva era en la que los europeos han tomado conciencia abrupta de su verdadera posición en el mundo: no son los sujetos activos de la historia que creían ser, sino más bien objetos en el tablero de la política global, un juego disputado por las grandes potencias del que la UE queda excluida por su incapacidad fundamental para defenderse a sí misma.
Paradójicamente, mientras Europa se ve envuelta en esta tensión económica con su aliado transatlántico, enfrenta simultáneamente profundas corrientes de cambio interno (como "islamización”) que reconfiguran sus sociedades. En definitiva, el continente se enfrenta a una doble crisis: un cambio de paradigma global externo y una profunda reconfiguración interna, lo que le obliga a redefinir urgentemente su identidad y su lugar en un mundo cuyas reglas están cambiando y que ya no espera sus directrices.