17 de Abril de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Laguna de Navaseca

Una gran vasija de vidrio, como un enorme garrafón o damajuana puesta del revés, presidía el centro de la localidad. Dentro, se guardaban los millones de litros de agua que servían para dar vida al entorno. Desde el suministro para los vecinos como el usado para el riego de los campos de los que sacaban la comida o lo que regularmente iba al rio y que servía para que los animales no domésticos pudieran sobrevivir.

Durante siglos, el garrafón se llenaba con el agua de la lluvia. Los bosques cercanos, el caudal del río y la vegetación eran imán para las nubes que acababan soltando el agua con regularidad. Hace como unas cinco décadas, alguien sugirió que el monte era improductivo y que los robles, las encinas y los castaños no servían para nada porque la leña estaba en desuso como combustible, y recoger las castañas era un trabajo duro y mal pagado. Así que, tras darle pocas vueltas y con una solución plausible que no les iba a costar ni un duro, decidieron apostar por arrancar los robles, las encinas y los castaños y dedicar lo que hasta entonces había sido el monte, como tierra de labor donde sembrar cereal.

Resultó que el suelo del monte no era lo productivo que pensaban y que el humus acumulado por las hojas de los robles, encinas y castaños (los menos) se fue en los seis primeros años de cosecha dejando un suelo pobre compuesto de cascajo, en el que el agua es más necesaria que en otros suelos porque no retiene la humedad.

No teniendo en cuenta otros factores no económicos, como que el bosque es vida, el destronque de los árboles tuvo un efecto adverso no considerado antes de tomar la decisión. Desde que el monte había desaparecido, la lluvia caía con menos frecuencia que antes y la cadencia de las tormentas, iba también separándose en el tiempo. Así las cosas, y a falta de lluvia, a la misma mente privilegiada que se le había ocurrido quitar los árboles, se le ocurrió que podrían usar las reservas de agua de la gran damajuana para regar las tierras que antes regaba el rio y ya que estaban, añadiendo  las arrancadas del monte. Como cada vez llovía menos y se gastaba más, el nivel del agua del garrafón comenzó a descender hasta hacerse evidente. Entonces decidieron que el caudal que se aportaba al río era agua que acababa en el mar y que era mejor no aportar nada de las reservas al cauce. Eso provocó que se secaran las riveras y que fueran desapareciendo animales salvajes, entre ellos los insectos que y con ello, los frutos al no haber polinización.

Llegados a este punto, todos deberían haber pensado en repoblar el monte, dejar los regadíos y devolver el agua al cauce del río. Pero eran gentes obtusas que no veían lo evidente. Los que gobernaban no querían perder el favor del voto de todos aquellos que vivían del empaquetado y recogida de la fruta del regadío. Los que estaban en la oposición y querían gobernar, prometían aún más agua, confiando en que esta volviera a caer del cielo. Pero la lluvia apenas servía para que las reservas del garrafón no desaparecieran en su totalidad.

Cuando empezaron los cortes de agua para el consumo humano, priorizando los cultivos para la exportación a la propia vida, surgieron las primeras voces ciudadanas que apelaban a lo que los científicos venían avisando durante años. Pero entonces, llegaron dos años de lluvias torrenciales y el garrafón volvió casi a llenarse. Así que, esas voces, ante la evidencia momentánea, cambiaron de estrategia y en lugar de luchar para que los regadíos no fueran prioritarios y para un uso racional de las reservas de agua, aprovechando que los científicos venían avisando sobre la desaparición de las abejas que polinizaran las plantas, se dedicaron a intentar salvar a las abejas obreras que cada vez se volvían en mayor medida zánganos. Nadie había puesto en duda que los zánganos no fueran abejas, aunque a los apicultores les gustaban poco o nada porque no aportaban miel a las colmenas. Y sin embargo hicieron de la anécdota una cuestión de estado.

Los dos años de lluvias torrenciales fueron un espejismo y una década más tarde, el agua apenas llenaba el cuello del garrafón puesto del revés. Se habían vuelto a cortar el caudal ecológico del río, las casas apenas tenían dos horas de agua al día y los regadíos seguían extendiéndose de forma ilegal. Nadie quería paralizarlos porque eran los que daban riqueza al pueblo. Incluso se traían abejas en camión que soltaban en el campo.

Varios años después, los cultivos habían sido abandonados, apenas quedaban habitantes en la localidad y la vasija, solo un recuerdo y cientos de litros de aire envasados.

Un abuelo repetía a quién quisiera escucharle que el dinero jamás quita la sed ni se puede comer.

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H2 sOs

Ahora que los medios de incomunicación han sacado a la luz que Doñana puede acabar siendo un secarral, aunque ni los que ahora están en el gobierno y antes en la oposición y viceversa hagan realmente nada por evitarlo porque en su ADN sigue primando el interés de los votos que es el mismo que el de todos aquellos que se han hecho multimillonarios exportando agua que roban ya sea a través de pozos ilegales, ya de trasvases que desangran la cuenca del Tajo, en forma de frutas y verduras, quizá la gente empiece a ser consciente del gran problema que tenemos, sobre todo en una Península Ibérica que se está desertizando a pasos de gigante.

Nuestra vida, en relación con la del universo, apenas si es un suspiro. Nuestra vida, en relación con la del hombre en la tierra, apenas si es una tos. Pero es evidente que los cambios que nuestra especie ha provocado en el medioambiente se han ido sucediendo de forma vertiginosa a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, cogiendo velocidad conforme la raya del tiempo se acercaba más al siglo XXI para hacerse notables, drásticos y digamos persistentes a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando los cambios electrónicos e informáticos se han ido haciendo más habituales e indispensables.

Muchas veces he pensado que, si mi abuelo paterno, al que no llegué a conocer, hubiera vuelto del pronto a la vida entorno al año 2000, habría alucinado y se habría vuelto a morir del disgusto y eso que habían pasado poco más de cuarenta años de su muerte. Tengo recuerdos de crío, en los que me parece haber vivido en otra época, en otra vida distinta que ya no reconocen ni los más viejos. Los días en los que la tele era una para todo el pueblo, la calefacción en la escuela, una puñetera estufa de serrín que desprendía humo y goteaba hollín y, como decía Asfalto en su canción Días de Escuela, “que no calienta ni a dios”. Largos días de invierno en los que, dentro del aula, no podías quitarte ni el abrigo ni los guantes. La leche en polvo que intentábamos deshacer en unas marmitas de latón con agua de la fuente, cercana a los cero grados y que intentábamos hacer hervir en un infiernillo de petróleo. Misión casi imposible. Recuerdo la nieve que, en mi pueblo, situado en la provincia española dónde se inventó el frío, cubría los campos entre noviembre y mayo, con bastante asiduidad. Tengo incluso recuerdo de haber ido a una boda un quince de junio, y salir de casa nevando. El agua, un bien que se despreciaba a chorros porque, ara tan abundante que para obtenerlo sólo había que hacer un agujero en el suelo para que brotara. Apenas ha pasado medio siglo, pero parece que hubieran pasado cientos. En esta Semana Santa, que he tenido el gusto de alargar, he podido sufrir caminos polvorientos, campos con sembrados azulados, zonas marrones en el horizonte y no debido a los barbechos, sin a la falta de vegetación. Arroyos que en el mes de abril deberían ir cargados de agua, más secos que la mojama. La falta de lluvia es un tema candente entre la población y lo que los telediarios y programas de televisión cuentan como buen tiempo porque puedes ir en Burgos en manga corta en abril y eso atrae al turismo, resulta catastrófico para todos. Y desgraciadamente, se está convirtiendo en algo habitual. Veranos como el del 2022 en los que a los diez y media de la noche, el termómetro marcaba 33 º en la calle, no eran habituales en Burgos. Semana Santa con 24 grados a las cuatro de la tarde, menos. 

Es ahí dónde radica el principal problema. En este sistema especulativo, el hijoputismo, en el que todo está supeditado a la economía, pero que en realidad lo único que interesa es la ganancia de las cuentas de los fondos buitre y de los prepotentes y asquerosos de siempre, es imposible tomar medidas que salvaguarden la naturaleza y con ello, la de la vida de millones de especies, y no sólo de los humanos, porque lo primero que habría que hacer es dejar de viajar por gusto, dejar de usar aviones como si no tuvieran coste ecológico, dejar de utilizar el coche particular y hacer que la gente pueda trabajar en lugares bien comunicados con transporte público suficiente o a ser posible a los que pueda ir desde su casa andando. Hay que dejar de regar desiertos que exportan un agua que no tienen en forma de fruta y verdura. Cerrar pozos ilegales. Proteger marismas y humedales como las Tablas de Daimiel (nuevamente secas) o Doñana. Dejar de priorizar el turismo como forma de vida y cerrar campos de golf y hoteles. Parece evidente que el partido que proponga eso está practicando el suicidio como formación. Pero, ¿qué pasará si no lo hacemos? El decrecimiento es inevitable porque el planeta no da más de sí. Consumimos casi dos veces cada año lo que la tierra puede darnos. Es evidente que para ello, hay quién como Cátar consume 9 veces y quién como Sudán del Norte se queda en poco más del 0,06. Un sistema basado en que unos pocos vivan a costa de la pobreza de la mayoría, no es viable. Porque tarde o temprano, los pobres acabarán volviéndose contra los ricos. Y aunque eso no suceda, el decrecimiento es inevitable ya sea de forma regulada y pacífica (con un proyecto basado en la igualdad y en la distribución equitativa de bienes) o de forma drástica porque es imposible electrificar todo el planeta y cambiar la energía que produce el petróleo por la misma en forma de energía verde. (Ni hay posibilidad, ni hay componentes para fabricar paneles para electrificar todo el planeta, ni componentes para sustituir mil doscientos millones de vehículos de motor de explosión, por el mismo número de eléctricos). Y o dejamos de emitir la mitad de gases contaminares en los próximos 7 años, lo que significa una reducción drástica del consumo energético, o no hay futuro para el ser humano.

Es imposible seguir a este ritmo en el que la lluvia cada vez es más escasa, la nieve casi ha desaparecido de la totalidad del mapa de España y la economía se basa en recibir turistas que gastan un agua que no tenemos. ¿Nunca se han preguntado por qué en Learn Learn, en Marruecos, a sólo cien kilómetros de Lanzarote y en el mismo meridiano no hay hoteles ni turismo? ¿Por qué en El Aaiún, no hay grandes invernaderos de tomates, pimientos o plantaciones de aguacates? Porque en los desiertos no hay agua.

Nadie quiere ponerle un cascabel a un gato que cada vez está más cerca y que acabará con todos, con la esperanza de que no seamos cada uno de nosotros los cazados. Y sin embargo, es imposible librarse porque incluso los más fuertes no pueden sobrevivir en un mundo sin agua. Si nos dijeran que tenemos cien litros de agua y que, cuando se acaben no hay más, ¿lo usaríais para regar una huerta que le da billetes a vuestro vecino en forma de venta de productos o lo guardaríais para beber?

Mirar la cuenta corriente a corto plazo, no evitará el desastre. O nos ponemos las pilas ya, o nuestros nietos no podrán seguir viviendo. Y si alguien cree que con el agua no va a pasar como con el resto de bienes que sólo unos pocos serán los privilegiados a los que no les falte, ante la escasez, es que son ustedes de una ingenuidad enfermiza.

Salud, feminismo, decrecimiento, ecología, república y más escuelas públicas y laicas.

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