7.291 ancianos murieron en las residencias en Madrid durante la pandemia sin asistencia médica. Muchos de ellos fueron descubiertos cadáveres por el Ejército cuando entró en las habitaciones a desinfectarlas. Nunca averiguaremos si fue por negligencia de los profesionales en el cuidado de los enfermos, por las normas establecidas por la Consejería de Sanidad de Madrid para aliviar la presión del trabajo en esas residencias, o por un plan preestablecido por el gobierno para ahorrar en el coste de las pensiones. Los hechos son esos.
Las interpretaciones varían, sin contradecirse mucho unas de otras. Se ha desmentido que Christine Lagarde, Presidenta del Banco Europeo hubiera dicho que “los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global”. Según aclaran los que quieren salvar el honor de la presidenta, esta frase viene de un informe del FMI del 2012 que habla sobre “las implicaciones financieras de que la gente viva más de lo esperado”.
Bueno, si fá o no fá… En resumen, las instituciones económicas están alarmadas con la actual longitud de la vida de los seres humanos, que según dicen, sobrepasa “más de lo esperado”. No he encontrado en ninguna institución ni medio de comunicación la explicación de que es “lo esperado”. Seguramente en los gabinetes de estudios y en las fundaciones de investigación habrán calculado, mediante unos complicados logaritmos, qué es lo que la especie humana debe vivir para que no se compliquen las implicaciones financieras. Pero no nos lo han contado. Por eso, a esas instituciones me dirijo y pregunto:
¿Cuál es el máximo tiempo que debemos vivir para no complicar las cuentas del Estado? Recordando que la pensión de jubilación se implantó en España en 1919, estableciendo la edad de jubilación en 65 años, cuando la esperanza de vida en aquel momento era de 38 años, no cabe duda de que el empeño de vivir que ponemos hoy los viejos supera con mucho el límite que se aprobó en 1919. Lo que no deja de ser una cínica burla de los gobernantes de la época, ya que ni un 10% de la población llegaba a la edad de jubilación. Y cuando ya se ha superado en 50 años aquella expectativa de vida, efectivamente las cuentas no salen.
Simone de Beauvoir nos recordaba que la vejez es un destino, pero que no por ello debe entenderse una instancia abúlica y decadente de la existencia, sino una nueva etapa creativa y potenciadora de las habilidades sedimentadas en los cuerpos. Pero esta declaración de Simone hoy no tiene ningún seguidor. El culto a la juventud, “el divino tesoro” de Rubén, se ha convertido en la religión universal. Ningún objetivo, ningún deseo es hoy más poderoso, después del de estar vivo, que el de mantener al menos la apariencia juvenil, especialmente en las mujeres, que por ello son objeto de deseo, uso y manipulación.
Tanto en la valoración pública como en el comentario privado se realiza constantemente el cálculo de la edad de los demás, y con más insistencia si tienen algún papel relevante social. La primera crítica de un personaje es su edad si ha traspasado la setentena, no su falta de inteligencia, de honradez o de lealtad. A partir de los datos de Wikipedia se calcula la edad del investigado e inmediatamente se le adjudica una valoración más o menos negativa para desempeñar la tarea o el destino que pretenda. Con conmiseración, que significa desprecio, si ha entrado en una degradación senil, o con envidia si su estado de salud física y mental es mejor de lo que debería, según el cálculo social de su edad.
Ese cálculo que sirve para enviar a la inhabilitación a quien se desea eliminar. Pero esta valoración social es más reciente de lo que se cree. Durante siglos los ancianos disfrutaron de un respeto y admiración que se les niega hoy y se utilizaban su experiencia y sus conocimientos para investigar y resolver los más distintos problemas. En lo político comenzó la desvaloración de los que pasaban la frontera de los sesenta años a mediados del siglo XX. Se denominaba gerontocracia cuando en el gobierno de un país predominaban los viejos. En ocupaciones artísticas se comenzó a enviar al desván a los septuagenarios, y se obliga a las mujeres a someterse a toda clase de torturas físicas para mantener la apariencia de sus años juveniles, so pena de ser descalificadas para siempre. Son conocidas y divulgadas las operaciones estéticas a que se someten las actrices y las figuras públicas.
Viejo es calificativo descalificador. En lo público y en lo privado. Se han hecho públicos los casos de suicidios de mujeres famosas que no quisieron soportar la degradación de su estado físico, que significaba su marginación social hasta el final de la vida.
Porque, ¿para qué se quiere vivir sin amigos, las de su generación han desaparecido antes, ni relaciones sociales, reducidos a pasar los días viendo la televisión? No es preciso que el estado físico se haya degradado y tenga que caer en el infierno de depender del cuidado de familiares o extraños, para que el viejo o la vieja dejen de contar entre los vivos interesantes.
Si ya tratamos de aquellos afortunados que superaron las barreras de los ochenta o noventa años, y precisan de atención diaria, entonces la maquinaria de destrucción en que se ha convertido la asistencia social se pone en marcha para acelerar su muerte. Yo he oído decir a un médico, de un familiar suyo cercano que había fallecido con cerca de noventa años, que para qué quería vivir más. Con todo cinismo preguntaba, ¿para contar un año y otro más?
El abandono en que las políticas sociales públicas tienen a los viejos de las clases trabajadoras justifican exactamente este criterio. ¿Para qué quiere vivir más quien ha perdido la tersura de la piel, la fuerza de los músculos y la rapidez de respuesta? Es un resto de su generación del que lo mejor es deshacerse cuanto antes.
Las ventajas de poner un límite a la esperanza de vida, son evidentes: liberarse de la preocupación del cuidado de los dependientes, ahorrar el gasto médico y de asistencia que ocasionan y dejar de pagarles la pensión. ¿Se necesitan más motivaciones prácticas y sensatas?
Que este es el razonamiento, puesto en práctica, por el gobierno de Isabel Díaz Ayuso durante la pandemia, es evidente y que ha motivado la incoación de no sé cuantos procedimientos penales, que no se han resuelto porque los jueces deben tener el mismo criterio. Pero el tema no se agota en la política criminal de la presidenta de la Comunidad de Madrid y sus consejeros. Un estudio sociológico interesado en descubrir los profundos deseos de las familias desvelaría que una mayoría de ellas comparte la misma ideología y objetivos de la señora Ayuso. Por eso, entre otras motivaciones, la deben haber votado con tanto entusiasmo.
La investigación debería también indagar qué ha inducido a votarla a los mayores de 60 o 70 años. ¿O mediante los métodos de adoctrinamiento y alienación tan sofisticados de que dispone el poder, ha conseguido introducir en la ciudadanía la convicción de que no vale la pena vivir después de esa edad?
Y tiene su razón. ¿Para qué quieres vivir soportando el desprecio social ante tu aspecto vetusto, percibiendo claramente en la expresión y modos de tratarte de tus hijos que están hartos de tener que fingir que se preocupan por ti, sin poder disfrutar de actuaciones artísticas ni de oportunidades de ocio porque no tienes fuerzas para trasladarte a los lugares oportunos, ni quien se ofrezca a ayudarte de buena gana? ¿Vale la pena vivir sin otra distracción y enriquecimiento cultural que los programas de Tele5?
Después de haberme sumido unos días en estas reflexiones, provocadas por experiencias personales y observadas, entiendo ahora mejor que Isabel Díaz Ayuso haya ganado las elecciones por mayoría absoluta.
Lo que no sé qué será de los que no compartimos las mismas convicciones.