¿Qué estamos haciendo mal para que el «noviete» de una niña de doce años, animado por esta, apuñale a la madre de ella tras una discusión por haberle quitado el móvil?
Se me erizó la piel cuando, el pasado martes, escuché esta noticia que no fui capaz de digerir.
Honrar, querer, respetar a la mujer que te dio la vida y que tiene la tremenda obligación de educar, proteger y estar dispuesta a aguantar, como un saco de boxeo, las envestidas de una adolescente, está muy lejos de la realidad que esta noticia nos deja: la madre que ahora se ve a las puertas de la muerte por las certeras cuchilladas de un chaval de trece años. Sin duda alguna estos hechos dan pie para que podamos ahondar en el tema.
Algo se nos está escapando cuando los hijos, llenos de ira, se creen con el derecho de acabar con la vida de los padres, incluso los de otra persona, que se supone que es alguien a quien se quiere y respeta.
El comportamiento de rencor del "ojo por ojo" se acentúa en las vidas de quienes nos rodean y conviven en una suerte de lotería que, si te toca, te pone en verdadero peligro. Me pregunto por qué se llega a esta situación.
En muchas ocasiones hemos recibido el "no" por respuesta de nuestros progenitores, sin explicación alguna. Era como "las lentejas", “que si quieres, las tomas y si no, las dejas”. Y el respeto a los mayores, incluso cuando no te dejaban dar explicación alguna al acto por el que eras culpado, era razón suficiente como para callar la boca y esconderte en tu habitación para desear que todo pasase y que en algún excepcional instante pudieras dar tu opinión. Pero hasta que «no fueras padre, no comerías huevos».
Sin embargo, hemos de tener presente que el exceso de autoridad tampoco fue bueno en todos los casos y llevó a muchas personas a una gran inseguridad en sí mismas, amén de la rebeldía que a muchos empujó a situaciones de rupturas familiares.
Se supone que hemos evolucionado en inteligencia emocional para dar buena cuenta del raciocinio y de la necesidad de un castigo; ante un acto, una consecuencia. Aunque parece ser que no hemos avanzado ni lo más mínimo, al menos en estos casos.
La violencia juvenil, la violencia de género, la violencia en el deporte, la violencia de la palabra se ha asentado en nuestro día a día, con la supremacía del «porque yo lo digo, tú caes». Y da miedo, pavor diría yo, pensar que todo lo que hemos adelantado en una cultura emocional no sirve, y se vuelve a la tiranía de la violencia.
A la rebeldía del adolescente se le suma un plus por el que se alcanza un trastorno de conducta, según los psicólogos. Pero ese plus, ¿cómo se segrega en la piel de los hijos para llegar a tales hechos?
Y nos preguntamos si somos los culpables, si les hemos envuelto en algodones y no les hemos negado nada, si los blandos e irrespetuosos con el deber como padres hemos sido nosotros…
La primera reflexión y la más fácil de hacer, en la que yo misma caigo, es pensar que en nuestra adolescencia generacional estas atrocidades no sucedían. Ya lo decía Sócrates en Los jóvenes, (470 a.C – 399 a.C.): «Los jóvenes de hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros».
Y es que cualquier tiempo pasado siempre nos parece mejor. Pero la intolerancia a la frustración ha existido siempre, así como el exceso de autoridad. Y es cierto que con la inmediatez que adultos y adolescentes conseguimos todo, hace que me pregunte si es bueno para todos o esto nos lleva a un estado de insatisfacción tan grave y constante, que nos devora por dentro hasta llegar a la ira y de ahí, a la violencia.
¿Y dónde está el freno, ese lugar donde confluyen educación, respeto y armonía?
No lo sé, ojalá naciéramos con un manual de instrucciones para que nuestros padres hubieran entendido cuán difícil es crecer y convertirse en adulto. Del mismo modo que nosotros para con nuestros hijos. Y siento que la sociedad, formada por todos nosotros, no se lo ha puesto nada fácil a los adolescentes de hoy cuando son criados por terceras personas, porque no tenemos tiempo para ellos; pienso cuando en sus propios grupos el liderazgo en relación con sus iguales se basa en la imposición de valores nada humanos, sino materialistas, envueltos en cánones de belleza y moda. Y cuando les hacemos pasar mil horas escolarizados, incluso en la comida, con clases extraordinarias para que tengan un futuro mejor.
Todo lo mencionado, unido a un bombardeo constante de que el futuro no existe, magnificado por el Covid o guerras aquí al lado, carencias económicas, etc. les lleva a la rabia y la tristeza, y de ahí, solo hay un pequeño paso para llegar a la violencia.
Aun así, existen más casos de amor y convivencia que situaciones como la narrada. Y aunque no es nada fácil ser hijos ni padres, sí que lo es vivir con respeto y en una convivencia con buena comunicación.
¡Qué no haría una madre por un hijo y qué no haría un hijo por una madre! Todo, si hay un verdadero respeto por parte de ambos y mucho amor del bueno.