En el teatro de la impunidad, no solo los actores principales parecen exentos de la justicia, sino que el propio auditorio corea cánticos de perdón y excusa mientras sufre de ecolalia crónica no diagnosticada. Exculpación popular. Como en misa. Esta epidemia se expande cuando el fanatismo desmedido por ciertos personajes políticos o mediáticos ejerce una influencia desproporcionada en la opinión pública, convirtiendo la crítica y la rendición de cuentas en misión imposible.
Ocurrió con las corruptelas y aventuras extramatrimoniales del Rey Emérito. O la iglesia, exenta de pecados desde tiempos inmemoriales, además del IBI.
Ocurre en política. Las difamaciones y el ataque al Capitolio de Trump. La caja B y los contratos irregulares del Caso Gürtel. Los casi mil millones de fraude con los Ere en Andalucía. Las cloacas de la Kitchen. Los paraísos fiscales de los Pujol. O la compra de mascarillas - entre otras cosas - de Koldo y compañía, y del hermano de Ayuso, mientras miles de personas fallecían. Momentos aparentemente complejos donde los implicados siempre han pasado de puntillas, desviando el foco de luz que les iluminaba y esperando tranquilamente hasta que este se desvaneciera. Huir en el maletero de un coche mientras otros cambiaron el Parlament por la cárcel no ha disipado la inexplicable devoción por Puigdemont y que se presente a las elecciones de Cataluña. No solo burlan nuestra capacidad intelectual, sino que creen que la dominan. Y solo a veces el tiempo ha acabado poniéndolos en su sitio. Aznar continúa diciendo que fue ETA.
Fanatismo desmedido. Veáse Isabel Díaz Ayuso. Envuelta en un aura de carisma y controvertida astucia política, ha logrado tejer una red de seguidores que la elevan al Olimpo. Qué importan los trapicheos de su pareja o la osadía de su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, a golpe de bulos y amenazas a periodistas que evocan a los fantasmas pre-democráticas que, por suerte, no viví. Aunque después se retracten. Da igual. Este fenómeno fan, alimentado por una retórica convincente y una presencia mediática omnipresente, aun no estando físicamente, ha creado una suerte de política del perdón, donde cualquier desenfreno es excusado con la misma rapidez con la que surge. La política del ‘todo vale’ y del “sí, sí, pero los otros…”. El “y tú más” de liadas. Filesa, Rumasa y los GAL. Todavía seguimos sin saber quién es “M. Rajoy” en los papeles de Bárcenas.
Ocurre en el famoseo. Futbolistas, cantantes y celebrities que han tratado mal a sus hinchas. O el otro rey, el pop, y su afición por la pederastia. Personas que pueden decir o hacer lo que consideren sin ser juzgados, simplemente por ser quien son. Del mismo modo que, al contrario, algunas otras apenas pueden abrir la boca sin ser machacadas a la primera de cambio. La (des)mesura judicial social.
Y ocurre en el periodismo. Algunos individuos gozan de un estatus intocable, donde cualquier crítica es rápidamente desestimada como una afrenta personal. Y, además, ayudan a alimentar esa pleitesía a ciertos personajes a base de amparos indefendibles y ataques desorbitados. Bendita ética profesional que nos enseñan en las facultades.
Solución: impunidad social. Un escudo colectivo que protege a los poderosos de las consecuencias de sus acciones. Fácil, sencillo y para toda la familia. La sociedad, en su fervor por idolatrar a ciertos individuos, tiende a perdonar todo, desde pequeñas transgresiones hasta actos inadmisibles. El “lo hacen todos”, eclipsa una realidad de conformismo desmesurado hechizado por la normalización. De esta manera, la corruptela se desvanece como si de una variable exigua se tratara.
Ni la impunidad puede ser la norma, ni el fanatismo desmedido la justificación para la injusticia. Critica.