Cuando Valencia despertó, el lodo aún estaba allí…
El abandono, las catástrofes, las despedidas definitivas y la pérdida de salud son situaciones a las que el ser humano se enfrenta para llegar, casi siempre, a una conclusión final, casi nunca carente de padecimiento.
El desastre que padece el pueblo valenciano desde hace unas semanas ha hecho que sean muchas las personas que noten que algo huele muy mal en este país en el que se respira -hoy más que nunca- una notoria desafección hacia la clase política. A mí, personalmente, me enciende la mala fe en la cosa pública. Así es que poco a poco los ciudadanos se van dando cuenta de que los responsables políticos hace tiempo que salieron a por tabaco y aún no han regresado (alguno sí que lo hizo, pero cuando ya era tarde y el agua -literalmente- llegaba al cuello de millares de afectados por causa de la DANA.
Dicen que un país que necesita héroes es un país en decadencia, a no ser que los que intenten sacar las castañas del fuego sean los propios ciudadanos: esas figuras anónimas y sin sueldo público que resolvieron actuar desde el minuto uno, agarrando con fuerza la pala y las botas de agua para enmendar la sucesiva e imparable secuencia de errores cometidos por parte de nuestros políticos (la falta de recursos económicos, unagestión manifiestamente mejorable y el caso omiso por parte de los líderes políticos a las advertencias de los técnicos son, según el presidente de la Asociación de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, algunos de los factores que fallaron a la hora de minimizar la tragedia).
La DANA ha conseguido que miles de personas hayan dejado a un lado la división para comenzar a repartir comida, medicamentos y un poco de esperanza. Pudiera decirse, sin miedo a equivocarnos que, al final, cuando los problemas sacuden de una manera tan desdichada hasta el punto de dejar KO a miles y miles de individuos, los primeros en arrimar el hombro son los utilleros: ellos son los que limpian la sangre del ring sin rechistar, no por devoción al cuadrilátero, sino por amor al oficio de hacer bien las cosas dentro y fuera de su gremio, mientras que el árbitro obversa lánguidamente a los anteriormente mencionados, acaso rumiando en cómo salvar su cuello al saberse corresponsable de tal sangría.
Cuentan que Alejandro Magno, en su campaña por la India, llegó con su ejército a la orilla de un río. Pese a la orden dada a sus hombres de cruzarlo sin dilaciones, en cuanto las milicias ponían un pie en aquellas congeladas aguas, retrocedían prontamente. Alejandro, absolutamente colérico, descendió de su caballo y cruzó el río sin que su rostro generara ningún tipo de sentimiento. Al llegar a la otra orilla, miró a la tropa con los ojos inyectados en sangre y expresó: “Pero, me cago en la leche…, ¿veis lo que tengo que hacer para que me tengáis respeto?”. Respeto. De eso se trata, a fin de cuentas, de respeto…
Poco se habla de los valores básicos del ser humano en nuestros días, y mucho menos del verdadero liderazgo. Porque, aunque algunos gobernantes piensen que el respeto se gana al estar sentado en un confortable sillón que consiente poder, la Historia nos ha demostrado que este tipo de actos sólo hacen prosperar a las élites, logrando con ello que siempre sean las personas más vulnerables las que tengan que ocuparse en comprar el pegamento que restaure los platos rotos que unos gobernantes insensatos lanzaron al aire sin pensar en los daños colaterales.
Y es que cabe recordar que el respeto siempre ha sido una calle de dos vías: si lo quieres recibir, lo tienes que dar.