El titulo de este articulillo bien podría haber sido “Irse de rositas tras una vida de codicia y corrupción” pero era demasiado largo. La expresión “irse de rositas” tiene su origen literal en el mundo del toreo, esa actividad a la que algunos llaman “arte” o “cultura”, pero yo suscribo lo que dice el escritor Manuel Vicent de la tauromaquia: “Admito que el toreo sea un arte si se me concede que el canibalismo es gastronomía”. En el toreo, que tiene mucho más de tortura que de otra cosa, cuando un torero cumplía dignamente su cometido, el público le arrojaba rosas como premio. Por lo tanto, irse de rositas podría tener el significado literal de salir triunfante, como si las rosas le guiaran el camino.
Pero la expresión también tiene su lado irónico y sarcástico. Y si “irse de rositas” significa ser despedido entre ovaciones y aplausos, la misma expresión puede significar lo contrario, y éste es el significado que predomina actualmente, es decir, se dice “irse de rositas” cuando alguien va a escapar tranquilamente al castigo que merece; cuando alguien sale de una situación comprometida sin esfuerzo alguno, de una manera airosa, jactanciosa, sabiéndose impune, inmune a toda acción de la justicia, sin sufrir consecuencia alguna por sus malas prácticas, por su mal proceder. El caso del emérito es un claro ejemplo, un ejemplo de manual de esta expresión, ya que puede decirse con total seguridad que va a irse de rositas, de hecho ya se ha ido, tras una vida de codicia y corrupción. Recordemos su monólogo humorístico de la nochebuena de 2011, cuando dijo aquella descacharrante frase de “nadie está por encima de la ley, la justicia es igual para todos”. Lo mejor de todo es que lo dijo sin reírse, lo cual lo coloca en lo más alto del escalafón de cómicos, sección cómicos trágicos, de este desgraciado país. O esta otra frase más reciente en forma de respuesta cínica, chulesca, desvergonzada, acompañada de una sonrisa de desprecio cuando en uno de sus viajes a Sanxenxo contestó aquello de “explicaciones, ¿de qué?”a la pregunta de una periodista que le preguntó si iba a dar algún tipo de explicación, mientras le metía el micrófono por la ventanilla para que se oyera bien la respuesta. Una respuesta que fue una burla, un grosero insulto para el conjunto de ciudadanos pagadores a escote de sus incontables excesos, desenfrenos, desmesuras e incontinencias de todo tipo. Unos contribuyentes que sin duda merecemos otra contestación y consideración. Bien sabía el campechano que lo que la periodista preguntaba es si iba a dar la debida explicación sobre los trece delitos, diez delitos fiscales, cinco de ellos por su cuenta en Suiza a nombre de la Fundación Lucum de la que era beneficiario, y a través de la cual recibió una serie de cantidades y se movieron cuantiosos fondos más negros que el culo de un perol; un delito de blanqueo de capitales y dos de cohecho pasivo impropio con penas que podrían ascender en total a más de 60 años de prisión. Unos delitos que la fiscalía archivó al no poder acusarle de ninguno de los casos a causa de su indecente inviolabilidad, de su vergonzosa e infame impunidad. Una impunidad que sigue vigente a cuenta de ese ignominioso título de “rey emérito” lo cual significa que, a efectos de mantener la total impunidad y todos sus fueros y privilegios intactos, sigue siendo el rey, como la canción de Vicente Fernández. Y ese blindaje legal, ese todopoderoso aforamiento, esos privilegios intactos, esos poderes de superhéroe, le hacen sentir seguro y decir y hacer lo que le venga en gana. Pero por encima de todos los poderes que ostenta la monarquía, sobresale un superpoder que no es otro que la estupidez en forma de indiferencia, indolencia, dejadez y desinterés de la ciudadanía en general. José Antonio Marina, filósofo, ensayista y pedagogo ha dicho en una reciente entrevista que está trabajando en una vacuna contra la estupidez. Mucho me temo que no habrá una vacuna lo suficientemente fuerte y eficaz como para siquiera hacer cosquillas a nuestra todopoderosa, casi invencible, estupidez.
De seguir así las cosas, mucho nos tememos que vamos a quedarnos con las ganas de votar en el referéndum Monarquía o República, una consulta que sigue pendiente porque no se celebró en su día debido a que, como dijo Adolfo Suárez, los sondeos, esos malditos sondeos, daban como ganadores a los partidarios de la República. Como también parece que vamos a quedarnos con las ganas de que tanto el toreo como la monarquía, con el emérito al frente, pasen cuanto antes, y para siempre, a los libros de Historia. El toreo porque es inadmisible que a estas alturas de siglo todavía exista el sanguinario espectáculo de la tortura y la muerte de un animal para el entretenimiento y diversión de unos cuantos que echan un trago de vino de la bota y se comen un bocadillo en medio de un ruidoso jolgorio amenizado con pasodobles, mientras contemplan divertidos a un animal agonizante, acribillado a estocadas, vomitando sangre entre heces y orines en medio de violentos estertores de muerte. Hace poco, Luis María Ansón, de la Real Academia Española, como siempre gusta de escribir junto a su nombre, hizo un desesperado intento de blanquear, de lavar y enjuagar el toreo en una de sus tribunas de la revista El Cultural del diario El Mundo. Pero no coló ninguno de sus desesperados intentos de vincular, de asociar la llamada “fiesta nacional” con el arte y la cultura. Si tanto le gusta el espectáculo del dolor y la sangre, ¿por qué no se machaca sus partes blandas con dos rasillas?
Respecto al emérito, del que Ansón también es un gran defensor, solo dice que se equivocó un poco, casi nada. No olvidemos que Ansón es muy monárquico y mucho monárquico, y llegó a formar parte como consejero del círculo privado de Don Juan de Borbón, padre del emérito. Un emérito que, mucho nos tememos, y gracias a esta democracia algo defectuosa, que da de sí lo que da, se va a ir de rositas. Tan de rositas que la expresión, más que para los toreros y demás, parece que ha sido acuñada pensando en él.
Algunos de los escritores y periodistas que han publicado libros sobre el emérito hablan de la vida del emérito como de si de una tragedia shakesperiana se tratase, otros sin embargo creemos que esa es una apreciación exagerada. Su vida da, todo lo más, para un amargo y penoso entremés de teatro bufo, grotesto y chirigotero amenizado con música no precisamente de Wagner, sino más bien de organillo, con una vieja parecida a doña Rogelia dándole al manubrio. Más que un personaje shakesperiano, que eso es mucho decir, la vida del emérito se parece más a un espagueti western de tercera fila que cuenta las andanzas de un vividor y jaranero dueño de un rancho que siempre ha hecho lo que lo que ha querido, se ha acostado con todas las mujeres de la región, y de más allá, que se le han puesto a tiro, y se ha corrido todo tipo de juergas con sus amigotes rancheros, que siempre le han jaleado y celebrado con él una desenfrenada fiesta tras otra entre gritos, risotadas, whisky a hartar, putas, coristas y muchos disparos al aire para celebrar grandes negocios de tahúres acordados entre animadas partidas de póker. Y todo ello amenizado con una alocada música de pianola que no dejaba de sonar un momento. La banda sonora de la vida del emérito bien podía ser esa musiquilla bullanguera de “Saloon” que toca un incansable pianista calvo con camisa blanca, manguitos, y un perenne cigarrillo en la boca.
Cuando están a punto de cumplirse diez años de la abdicación del rey emérito, y como ya hemos dicho antes, han aparecido unos cuantos libros escritos por periodistas que hablan de su auge y caída. Aunque el uso de la la palabra “caída” es exagerado. La “caída” para ser considerada como tal, debería haber consistido en llevarle a los tribunales y sentarle en el banquillo de los acusados, ya desprovisto de su inadmisible inviolabilidad, un privilegio del que solo deberían haber gozado en el ejercicio de su cargo, y no haberlo retenido a perpetuidad a través del fastuoso invento, de la figura sonrojante y vergonzosa de “rey emérito”. Un sensacional hallazgo que le permite seguir disfrutando de todos los privilegios de ser rey sin serlo. Y su función no es otra que garantizar la protección, la inviolabilidad, la impunidad, haga lo que haga. El milagroso seguro a todo riesgo que sin duda necesita para llevar con total tranquilidad una vida de desproporcionada codicia y corrupción, que le va a permitir irse de rositas, porque para eso se le hizo un artículo de La Constitución a su medida, seguramente a petición suya para asegurarse que nunca tendría que dar explicación ni cuenta alguna a la justicia.
Uno de estos libros sobre el emérito, que exploran un mundo de desmanes y fechorías del no se sabe casi nada, lleva por título: “Heredarás mi reino. Del derrumbe de Juan Carlos I a la incertidumbre de Leonor” y está escrito por David López Canales, periodista y escritor. Dice López Canales en su libro que “Muchos permitieron que (el emérito) hiciera lo que le diera la gana, pero al final él es el único responsable de lo que hizo. Uno no se deja corromper si no es un corrupto”. No creo que haya nadie, ni siquiera Ansón, que no esté de acuerdo con esta afirmación. En “Todos lo sabían. Juan Carlos I y el silencio cómplice del poder” otro libro sobre el emérito, su autor José García Abad, periodista y editor, habla de la insaciable codicia del emérito y del silencio cómplice de los otros poderes: la prensa, los políticos, la judicatura, el servicio de inteligencia… Dice también García Abad que varios presidentes del gobierno reconocieron que sabían de sus vilezas, sus desmanes, de su incontinencia en todos los sentidos, y en vez de tomar alguna medida para frenarlo, miraron para otro lado. Ninguno se atrevió a decirle que no estaba bien lo que hacía, lo cual retrata también a los presidentes, y nos podemos hacer una idea de en manos de quien hemos estado.
José María Olmo y David Fernández son autores de “King Corp. El imperio nunca contado de Juan Carlos I”, un extenso y muy interesante libro donde, entre otras muchas cosas, se cuenta que el emérito tenía a 3000 agentes del CNI a su servicio que tenían como prioridad proteger sus secretos e irregularidades”.
En la actualidad, el emérito vive su exilio dorado en Nurai, una isla privada dubaití en medio del Golfo Pérsico. Una isla que cuenta con 32 villas de lujo, un spa, cinco restaurantes y un club de playa, todo ello, sobra decirlo, también de lujo.
La familia real, con su hijo Felipe VI al frente, sigue adelante con los faroles y ya tiene a su hija preparándose para sucederle en el trono. Tanto Felipe como Leticia trabajan para dar una imagen de decoro y sencillez. Pero a veces se les va la mano y se van a Abu Dabi a celebrar el cumpleaños del abuelo en compañía de toda la familia. Se les fue un dineral en la fiesta pero, qué caray, bailar en Dubai la “Macarena” cantada por Los del Río, rodeados de la familia, no tiene precio. Y además lo pagan los contribuyentes, como todo.
José García Abad, autor del libro “Todos lo sabían” dice que el emérito no está arrepentido de sus errores. ¨No muestra remordimiento” asegura. Lo cual da una idea de la clase de persona que es. Dentro de unos días el emérito volverá a su querida España en su avión privado, a pasar unos días regateando en Sanxenxo y pasándolo en grande con su panda de amigos.
Mientras tanto, José Antonio Marina trabaja a marchas forzadas para lograr la vacuna contra la estupidez que, según sus palabras “estimule nuestro sistema inmunológico intelectual, nuestra capacidad de pensamiento crítico” (…) “Nuestra sociedad no reconoce los virus políticos y no tienen elementos para defenderse de ellos. Nuestra sociedad es crédula y emocional y eso la hace muy vulnerable” (…) “En España, sigue diciendo el paisano José Antonio Marina, es difícil que aparezcan buenos políticos porque la interacción entre ellos es una guerra de desgaste, de tuits, de conceptos confusos e infiernillos emocionales. A todos los partidos les gustaría ser partido único y piensan que sin oposición estaríamos en el paraíso. Por su parte, la sociedad española no colabora, padece un síndrome de inmunodeficiencia política”.
Mucha suerte con esa vacuna contra la estupidez señor Marina, pero mucho nos tememos que no llegará a tiempo. Y eso si es que llega, claro. El emérito está tranquilo y feliz porque sabe que esa vacuna jamás llegará a España. “Si esa vacuna fuera efectiva, no nos reconoceríamos”, piensa el emérito agarrado a la caña del timón, mientras navega viento en popa a toda vela por la Ría de Pontevedra.