Jesús Ausín

Jeanne Deroin

19 de Marzo de 2024
Guardar
Janne Deroin

Sentada a la sombra de media tarde, de un mes de agosto, especialmente caluroso, María Eduvigis del Rosario Sanchidrián Arlanzón, la abuela Morena, como la conocen en todo el pueblo, lee ávidamente y con interés un pasaje de la biblia. Hace bochorno y las moscas están especialmente pesadas. Debe de ser por las cuatro gotas que cayeron el día de San Roque. Es raro, porque en esta parte de Castilla, si llueve después de Nuestra Señora, se ha acabado el verano. Pero no. Este año, aún quedará bastante para que lleguen las mañanas templadas y las tardes frías. A su lado, en un taburete azul, con respaldo, yace “Yerma” un poemario de Federico García Lorca ajado, descolorido y muy sobado. Unas pastas de cartón amarillento, llena de surcos como la cara de una persona que tuviera los mismos años que el libro, dan fe de un tiempo pasado. A veces, entre versículo y versículo de la biblia, entre santo y santo de la revista “El Promotor” y entre enseñanzas y fábulas de una vieja enciclopedia en blanco y negro de Álvarez, a la abuela Morena le gusta leer el «El Alma ausente», «Romance de la luna», «La Balada de la Placeta» o «Casida de la mano imposible». Versos que la retrotraen a otros tiempos. Tiempos de juventud, cuando ser mujer no era impedimento para ir a la escuela y estudiar. Cuando aprender no era privilegio sólo de los hombres o cuando una mujer podía trabajar o hacer lo que quisiera sin necesidad del permiso de su padre, marido o hermano.

La abuela Morena, siempre ha sido un ser libre, aunque la mayor parte de su vida. únicamente pudo serlo dentro de su casa. Nacida en una España siempre revuelta, pero que nunca cortó de forma radical con el mal de su historia: la iglesia y los Borbones, tuvo la suerte de ir cinco años a la escuela antes de que, con doce años recién cumplidos, tuviera que hacerse cargo de la familia a causa de la muerte prematura de su madre por la gripe americana de 1918. Su padre y sus tres hermanos dependían de que les alimentara, de que, en aquella casa, como había sucedido en otras, no llegaran las cuñadas a llevarse lo que no era suyo y de que su padre  no tuviera que ir mendigando por los pueblos para encontrar una esposa que urgentemente sustituyera a la difunta y se hiciera cargo de sus vástagos. Y lo logró. Ella se hizo cargo del hogar paterno como dueña y señora. Allí se acostumbró a mandar y a ser escuchada. Se acostumbró a organizar no sólo los quehaceres de las labores domésticas, sino también a programar con su padre, cultivos, barbechos y formas de mejorar el rendimiento del ganado.

Llegada la edad de cortejar, mantuvo el tipo. Con apenas quince años, ya tenía pretendientes. Pero a ella no le gustaba ninguno. Y su padre, que dependía de ella, no tenía ninguna prisa en que se fuera de casa. Al menos hasta que sus hermanos pudieran casarse también. Todos decían que se iba a quedar para vestir santos porque a sus veintitrés años, aún estaba soltera cuidando de su padre. O que acabaría siendo la madrastra de los hijos de algún viudo con el que se tendría que casar casi por obligación cuando su padre faltase. Y sin embargo, a los veinticinco, fue ella la que eligió a su pretendiente. Un muchacho al que le había echado el ojo años atrás, cinco años más joven que ella, pobre pero trabajador. Uno que no gustaba de ir a la taberna a fanfarronear sobre mujeres como los otros. Uno que a menudo llevaba un libro y que pasaba las horas de siesta, mientras trillaban, leyendo historias de jóvenes marinos que conquistaban el centro de la tierra, de hombres que descubrían mundos extraños dónde habitaban personitas minúsculas o gigantes que vivían en el cielo en lo alto de una mata de judía. Y acabó casándose con él. Y tuvieron seis hijos. Cuatro chicas y dos niños. Y a los niños, les enseñaron que recoger la mesa, fregar los platos, cocinar, hacer sus camas o barrer y limpiar sus habitaciones era tarea también suya y no obligación de sus hermanas. Y les enseñaron que las mujeres, a pesar de lo que les decían en la escuela, y sobre todo en la catequesis, también podían ser médicos, maestras o astronautas si se lo proponían. Y les enseñaron que la pobreza no es una condición de nacimiento, sino una circunstancia de la vida. Que los ricos no son ni mejores ni peores que los pobres y que todo acto tiene consecuencias y que cada uno debe ser responsable, por tanto, de los suyos.

Mientras se libra de las moscas con una especie de plumero hecho con tiras de plástico, la abuela Morena levanta la vista y ve venir a su nieta Margarita. Viene cargada con dos bolsas repletas de manzanas. A su lado, camina su pareja, Facundo. Con una mano en el bolsillo y en la otra una manzana a la que ya sólo le queda casi el corazón. Margarita viene sudando. Facundo, fresco como una rosa, según llega a la puerta de casa, tira los restos al suelo. Margarita entra, deja las bolsas y sale con la escoba y un recogedor para limpiar el corazón de la manzana. Él le dice que se dé prisa, que tiene hambre y que le prepare algo de merienda.

A la abuela morena, se le humedecen los ojos. Ya no salta como antes. Porque ha tenido muchas peloteras con su nieta. Y siempre acaba llorando. Ochenta años luchando por enseñar a sus hijos lo que es la igualdad y ahora su nieta repite los mismos cánones que sus tías cuando ella empezaba a educar a sus retoños.

La abuela Morena, no saldrá en los libros de historia, pero su historia es la vida de muchas mujeres.

*****

Jeanne Deroin

El pasado jueves, 14 de marzo, encuadrado en uno de los actos del 8M que la secretaría confederal de Mujeres, Igualdad y Condiciones de Trabajo de CCOO de Madrid desarrollaba en sus locales, tuve la suerte de asistir a una de las presentaciones del libro de Sara Sánchez Calvo, «Jeanne Deroin, una voz para las oprimidas. Vida, revolución y Exilio».

Doscientas cincuenta y tres páginas amenas que resumen una tesis doctoral mucho más amplia sobre una mujer, francesa, del siglo XIX que, partiendo de una niñez precaria en formación, sin saber leer ni escribir, acabó siendo a través del autodidactismo, maestra, escritora, periodista y sobre todo activista no sólo de los derechos de la mujer, sino de un incipiente movimiento obrero, y una de las cabecillas de las autodenominadas «proletarias sansimonianas», creadoras de la prensa feminista.

Para mí, un hombre que según la primera definición del feminismo dictaminada por el médico Ferdinand-Valérie Fanneau de la Cour, «sufre» de debilitamiento (aunque no por tuberculosis) del espíritu masculino y que, aunque cree y siempre ha creído en la igualdad de todos los hombres y mujeres, está bastante pez en el conocimiento de la historia del feminismo y en las luchas de las mujeres a lo largo de los tiempos y mucho más de las revolucionarias francesas, fue un verdadero choque intelectual saber que Jeanne Deroin, la protagonista de la historia que nos cuenta Sara, tuvo los ovarios suficientes para presentarse a las elecciones para la Asamblea Nacional en 1849. Una candidatura que surgió como resultado de todo un movimiento de lucha «la primavera de los pueblos» que acabó en la Revolución francesa de 1848 con la monarquía de Luis Felipe y que llevó a toda la población gala a la creencia de que estaban acabando con todas las opresiones. La historia acaba mal como casi siempre para las féminas y resultó que al final, como en otras tantas ocasiones, la revolución sólo lo era para los hombres. Las mujeres se vieron obligadas a seguir luchando por sus derechos, como se ven abogadas a hacerlo a día hoy, teniendo que reclamar condiciones de igualdad todos los días. Fíjese el lector en el dato, de que, a pesar de tener candidatas a la Asamblea Nacional en 1849, la mujer francesa tuvo que esperar a 1944 (casi un siglo después) para obtener el derecho al sufragio.

Quizá les pase a ustedes como a mí que, por desconocimiento, les asombre que ya el siglo XIX hubiera mujeres dando caña en la lucha obrera y por ende en el feminismo. Quizá crean que sea anecdótico. Pero Jeanne Deroincomo otras, sufrió pena de cárcel por su activismo y tuvo que exiliarse durante más de cuatro décadas en Inglaterra, dónde participó en distintos proyectos como la liga Socialista fundada por Willian Morris. Lo que quiere decir que no sólo no es anecdótico, sino que en plena ebullición revolucionaria, las mujeres estaban en primera línea de trinchera con el mismo ímpetu que los hombres. Luego está el muro eterno de la misoginia. El propio nombre del movimiento «feminismo» surgió como un insulto. Alejandro Dumas hijo lo acuñó como denuesto para nosotros, los que, siendo hombres apoyamos la lucha feminista. La candidatura de  Jeanne Deroin, fue denostada e impugnada de forma vehemente por el filósofo Pierre-Joseph Proudhon, un anarquista que escribió varios artículos en la prensa dedicados a desmontar el «mito» de la igualdad de las mujeres. Y aquí tengo que decir que me llama poderosamente la atención que un tipo que propuso en la Asamblea Nacional cosas tan progresistas como crear un banco que concediera préstamos populares sin interés, fuera capaz de ver que los pobres y los ricos deben tener los mismos derechos y sin embargo creyera que la mujer no era un ser humano con los mismos derechos que los del hombre. [Sobre esto, tengo una teoría. El hombre ha sufrido de misoginia por miedo a perder beneficios. Se vive muy bien haciendo que te sirvan, dejando que sean ellas las que lleven el peso dentro de la casa. De siempre las mujeres pobres han tenido que trabajar dentro de casa, pero también fuera para aportar muchas veces los que los hombres se gastaban en vino. Como digo, ganar derechos en la mujer, para muchos significa perderlos ellos. Y a eso, no están dispuestos  evidentemente por puro egoísmo].

Son tiempos convulsos para el feminismo. No me quiero meter en berenjenales porque nada más lejos de mi intención que crear discordia. Bastante cisma hay ya en el movimiento feminista. Particularmente creo que el feminismo es igualdad. El feminismo no puede ser anti obrero. No puede ser anti ecologista, ni puede ser anti animalista.  Y desde luego, no puede ser anti mujeres. Y es curioso porque la propia protagonista del libro de Sara, « Jeanne Deroin» desde L’Almanach des femmes, hacía ya, en el siglo XIX, defensa de los animales y de la dieta vegetariana, lo que nos dice que Jeanne era toda una adelantada a su época y nos enseña que el feminismo ya desde sus comienzos era una reivindicación de derechos para una sociedad igualitaria muy entroncada con el lema francés de «Liberté, Égalité y Fraternité».

Para finalizar, una reflexión. A gente de mi generación, nos costó una eternidad entrar por el aro, pero al final, muchos entendimos que sólo una sociedad igualitaria en la que mujeres y hombres tengan los mismos derechos y deberes efectivos, las mismas condiciones y el mismo trato costumbrista y la visión general de la mujer como ser humano (con defectos y virtudes) y no como un trozo de carne propiedad de nadie, nos llevará hacia una sociedad mejor. Hoy, veo como jóvenes y mayores vuelven a reproducir cánones machistas que creíamos ya superados. Y no me gusta. Porque la desigualdad trae opresión y fascismo. Y en un mundo en el que se están repitiendo todas las «cagadas» realizadas por occidente que llevaron a Europa a dos guerras mundiales, a millones de muertos, hambre, desesperación y represión, lo que menos necesitamos es que el feminismo se divida en grupúsculos y que los hombres, vuelvan a tomar las riendas de lo que es el feminismo.

Se decía el otro día en la presentación que el feminismo es pacifismo, y no puedo estar más de acuerdo. La tolerancia y el respeto, jamás van a llevarnos a ninguna guerra.

Como siempre, recuerden que apagar sus televisiones es tarea primordial para estar informado y sobre todo, para tener criterio propio.

Hoy más que nunca, sólo nos queda el feminismo, la ecología y que el decrecimiento sea por reparto de la riqueza.

Salud, república y más escuelas.

Lo + leído