No es fácil encontrar a John F.Kennedy tras la máscara de la leyenda, desentrañar una vida que parece devorada por su absurda muerte. De cara a la galería, JFK era el presidente guapo, carismático, progresista, campeón de todas las causas justas. Pero, si miramos más allá de la hagiografía, hallamos al hombre frívolo obsesionado con su imagen. Tal vez de esta obsesión por las apariencias venga su debilidad por el mundo del cine. Po eso, en los años cuarenta, somete a su amigo Charles Spalding, asistente por entonces de Gary Cooper, a largos interrogatorios. Quiere saber si el magnetismo de las estrellas es natural o, por el contrario, es una cualidad que se puede exhibir si uno de la trabaja lo suficiente. Él mismo, a lo largo de su carrera política, se convertirá en un actor. Será bueno, aunque no excelente, a decir del escritor Norman Mailer. El hecho es que vaya donde vaya se impone su glamur. Un periodista, Robert Donovan, dirá que “si Hollywood hubiera intentado crear los papeles de presidente y de su esposa, nunca hubieran podido inventarse a John F.Kennedy y a Jacqueline Kennedy”.
Por estas y otras muchas razones, escribir su biografía, como dijo el biógrafo Thomas Snegaroff, tiene algo de intimidante. Hay que vencer la tentación hagiográfica, también la de caer en la chismografía, visto el alud de datos inverificables que procedentes de fuentes sospechosas. El peso del mito es tan abrumador que nos hace perder de vista a la figura histórica. Peor aún, hace que el relato atento a los hechos comprobados resulte increíble. El nombre de Kennedy está demasiado ligado en el imaginario colectivo a la Mafia, a Marilyn Monroe, a un asesinato que sería el fruto de una siniestra conspiración, como para que el público acepte sin más una versión más prosaica. La leyenda, con su ritmo vertiginoso y cinematográfico, siempre impone su sentido de la épica. De esta forma, lo que todo el mundo cree saber sobre el personaje se admite, sin necesidad de reflexión ni de crítica, como verdad incuestionable.
Pocas cosas, en JFK, son por completo lo que parecen. El líder supuestamente avanzado era, en realidad, un hombre mucho más conservador de lo que su imagen da a entender. Sustancialmente más conservador que Johnson y Carter, los dos demócratas que se contaban entre sus sucesores, según escribió el periodista Theodore H.White en 1978. Se le puede definir como un demócrata pragmático, o tal vez como un conservador ilustrado, pero el resultado es exactamente el mismo. De hecho, pese a su aura izquierdista, su extraordinaria popularidad como presidente se hallaba divorciada de programas concretos, más cercana al star-system cinematográfico que a la política. Consciente de que vivía una época a caballo entre el conservadurismo de los cincuenta y los aires de rebelión, jugó con la habilidad de los demagogos a contentar a todo el mundo. Su propia fama se basaba, de hecho, en su habilidad para conciliar los deseos de la América conservadora y la América progresista. De ahí que muchas veces, en la práctica, las buenas intenciones de sus discursos se veían diluidas por un liderazgo prudente, por no decir timorato. Sus actuaciones se basaban en la aceptación del sistema, no en la exploración de las posibilidades de cambio.
La leyenda ha construido una imagen épica. La prosaica realidad evidencia que Estados Unidos, a la muerte de Kennedy, era más o menos el mismo país que en el momento de su acceso a la presidencia. Los hagiógrafos, entonces y después, juzgaran intenciones, no hechos. Pero las apelaciones al idealismo casan mal con las sucesivas demostraciones de real politik, como las repetidas agresiones contra la Cuba de Fidel Castro. Nuestro hombre parece rupturista cuando habla, pero al actuar se distingue por la continuidad respecto a sus antecesores. Un periodista decepcionado, Walter Lippmann, llegó a decir que su administración era la misma que la de Eisenhower con treinta años menos.
La distancia entre la realidad y la imagen no se acaba, ni mucho menos, en este punto. El cabeza de una familia perfecta, cuando no miraban los focos, fue un adúltero recalcitrante, aunque eso no significa que todos los romances que se le atribuyen sean ciertos. Ted Sorensen, uno de sus colaboradores más cercanos, autor de diversos libros destinados a mantener viva su leyenda, reconocerá en su autobiografía que su antiguo jefe se sentía irresistiblemente atraído por las mujeres hermosas. De ahí que no resistiera la tentación, como su padre antes que él, cada vez que se presentaba. No obstante, pese a esta debilidad, Sorensen le defendía, como siempre, a capa y espada. Tras admitir que era un mujeriego, citaba a Abraham Lincoln para afirmar que aquellos que no tienen vicios tampoco poseen demasiadas virtudes. Kennedy sí poseía virtudes y, según su antiguo escritor de discursos, habría sido un hombre menos interesante si no hubiera poseído también vicios.
Por otra parte, el hombre que encarnaba como nadie la salud y la fortaleza de una América joven tampoco tiene demasiado que ver como el enfermo que necesitaba medicación constante, con graves problemas de salud, como la enfermedad de Addison, que se ocultaron cuidadosamente el escrutinio público. No obstante, también es cierto que Robert Kennedy, en el prólogo que escribió para Profiles in Courage poco después del asesinato de su hermano, confesó que el presidente, al menos la mitad de su vida, había sufrido un intenso dolor físico debido a distintas situaciones médicas.
JFK destacó, sobre todo, por ser un vendedor de esperanza. En ocasiones, más bien de humo. Y utilizaba, para conseguir sus propósitos, un estilo emocional, incluso histriónico, por más que su colaborador, Arthur Schlesinger Jr., afirmara justo la contrario. Sabía exactamente qué tecla sensible debía tocar para meterse en el bolsillo a su público. Eso le permitía hacer promesas floridas, adornadas con una retórica brillante, que poco tenían que ver con la realidad. De esta forma, aunque menosprecia a los “liberales” -en Estados Unidos, denominación que engloba a la izquierda más avanzada- por doctrinarios, juega presentarse como el portaestandarte del progreso. Así, aunque conocía de sobras las limitaciones que el sistema constitucional del país imponía al presidente, hablaba con si disfrutara de unos poderes suficientes para cambiar el mundo en el sentido indicado por su voluntad.
Así las cosas, más tarde o más temprano, la desilusión tenía que llegar. Pero no toda la culpa era del presidente, que en este aspecto no hacía más que encarnar el optimismo de una época propensa a hacer proyectos no siempre realizables. W.J.Rorabaugh explica con agudeza esta situación paradójica: el optimismo necesario para impulsar el cambio social empujaba a los reformistas a acometer luchas para las que no estaban preparados. Con el tiempo, el desfase entre los objetivos y los resultados acababa por generar frustración. Kennedy no llegó a presenciar esta fase: murió antes de que se hiciera palpable el desencanto. Le tocó a su sucesor, Lyndon Johnson, recoger los amargos frutos de unas expectativas infundadas.