Hace más de sesenta años, otro pontífice, Juan XXIII, dejaba este mundo tras un papado que sacudió los cimientos de la institución de una manera totalmente inesperada. Dos Papas, dos épocas turbulentas, unidos por un deseo de apertura en mundos muy distintos.
Imaginemos la escena: mayo y junio de 1963. Juan XXIII agoniza. Roma bulle. Una monja romana, se pregunta en voz alta: «Este Papa era un verdadero cristiano. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Cómo pudo ocurrir que un verdadero cristiano se sentase en la silla de san Pedro? ¿No tenía que ser nombrado primero obispo, y arzobispo, y cardenal, hasta que, finalmente, fuera elegido Papa? ¿Es que nadie se dio cuenta de quién era este hombre? ¿Cómo pudo ocurrir? La pregunta resonaba porque Angelo Roncalli, el hombre detrás de Juan XXIII, no era el favorito. ¡Ni siquiera tenían lista una sotana de su talla! Fue el Papa "de transición", elegido porque los cardenales no se ponían de acuerdo. Él mismo lo reconoció: «Pensaron que sería un Papa sin consecuencias». ¡Qué equivocados estaban!
Roncalli llegó al papado en un mundo convulso. Los años sesenta eran una olla a presión: la Iglesia misma estaba en plena efervescencia gracias a él; en Estados Unidos, Martin Luther King Jr. soñaba en voz alta con la igualdad racial mientras la lucha por los derechos civiles incendiaba la nación; y la política global vivía bajo la sombra de la Guerra Fría, aunque la muerte de Stalin había dado paso a la era Jrushchov en la URSS. Occidente nadaba en una prosperidad inédita.
En medio de esta vorágine, Juan XXIII, este hombre humilde y profundamente piadoso, cuyo "Diario del alma" revela una búsqueda constante de la santidad casi desconcertante por su sencillez, lanzó iniciativas que cambiaron la Iglesia para siempre: el Concilio Vaticano II, el Sínodo Diocesano, la revisión del Derecho Canónico. Ideas que, según él, surgieron casi espontáneamente, "contrarias a sus opiniones anteriores". Era la fe radical en acción. Su modelo, como escribió a los dieciocho años, era Jesucristo, aunque eso significara "ser tratado como un loco". La Iglesia institucional, más cómoda con la ortodoxia que con la imitación literal de Cristo, no supo ver venir al revolucionario tranquilo.
Su muerte en 1963 dejó una obra monumental inacabada, un sacrificio que él mismo parecía aceptar como parte de su vocación de "llevar la huella de Cristo crucificado". Las anécdotas sobre su cercanía y humanidad, como aquella (quizás apócrifa, pero reveladora) en la que sugiere a un fontanero blasfemo decir "¡mierda!" en lugar de invocar a la Sagrada Familia, pintan el retrato de un hombre que tomó el Evangelio al pie de la letra, desafiando las rígidas normas eclesiásticas y mundanas.
Avancemos rápido seis décadas. El Papa Francisco, llegado desde "el fin del mundo", también ha sido visto como un renovador. Su pontificado ha enfrentado los desafíos de un siglo XXI globalizado, digitalizado y marcado por crisis distintas: escándalos internos, la urgencia ecológica, las migraciones masivas, una creciente secularización. Si Juan XXIII abrió las ventanas para que entrara aire fresco con el Concilio, Francisco ha intentado llevar esa brisa a las periferias del mundo y de la existencia.
Sus tiempos son diferentes. La Guerra Fría ha terminado, pero nuevas tensiones globales hierven. La comunicación es instantánea, y cada gesto papal es analizado al segundo en todo el planeta. La "prosperidad" occidental se cuestiona, y la desigualdad es un clamor global que Francisco ha hecho suyo.
La muerte de Juan XXIII en 1963 suscitó asombro: ¿cómo pudo un hombre así llegar tan alto sin que nadie lo viera venir? Su final prematuro dejó la sensación de una revolución interrumpida, aunque su legado, el Concilio, transformó la Iglesia de forma irreversible.
Hoy, la Iglesia se prepara para la era post-Francisco. No hay estupor, sino expectativa y, como siempre, maniobras silenciosas ("los cardenales trazan líneas en la sombra"). Francisco ha tenido un pontificado más largo, marcado por reformas significativas y un estilo pastoral directo y cercano que recuerda, en parte, la sencillez de Roncalli. Ha sido un Papa que, como Juan XXIII, ha buscado una Iglesia más cercana al Evangelio y menos atada a las estructuras de poder.
Mientras el Espíritu Santo aguarda su momento, la pregunta ya no es "¿cómo llegó?", sino "¿quién seguirá?". La elección será, como siempre, divina en su misterio y humana en su estrategia. Pero el eco de aquellos Papas que desafiaron las expectativas – el humilde párroco rural convertido en revolucionario conciliar y el jesuita argentino que clama por los pobres y la Tierra – resuena con fuerza, recordando que la verdadera revolución en la Iglesia, a menudo, viene de donde menos se espera.