Jordi Serdó

La Cataluña dividida

28 de Abril de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Cataluña

Hace ya bastante tiempo que se repite como un mantra la idea de que el independentismo ha venido a dividir una Cataluña que, hasta la eclosión de este movimiento, había gozado de una cohesión y una capacidad de convivencia envidiables.

Una mentira que se repite hasta la saciedad acaba pareciendo verdad y es por ello que hay que salir al paso de esta posibilidad y explicar claramente la circunstancia por la que atraviesa Cataluña.

Ante todo, hay que dejar bien establecido que el movimiento independentista fue, durante la segunda mitad del siglo XX, bien poco visible. Es cierto. Pero de ningún modo, inexistente. Hay varias razones que pueden explicar este fenómeno. En primer lugar y como elemento fundamental, la brutal represión que ejercieron los dos regímenes totalitarios que soportó España durante el siglo pasado, que constituyeron un medio muy eficaz para que, si alguien se sentía movido por veleidades independentistas, abandonara inmediatamente la idea de llevar a cabo cualquier intento de manifestarlo por el miedo a ser detenido, torturado, encarcelado y quizás incluso asesinado en alguna oscura dependencia policial. Eso mantuvo el movimiento independentista en un estado latente durante mucho tiempo, lo que no significa que no existiera, sino que no podía salir a la luz. Por eso, parece que el independentismo irrumpa como algo nuevo en este primer cuarto del siglo XXI. Pero, de hecho, su nacimiento se remonta hasta mucho antes.

El independentismo arranca desde la abolición de las constituciones catalanas en 1714, a raíz de la victoria de las tropas borbónicas en la Guerra de Sucesión. La consiguiente ocupación armada de Cataluña dio al traste con el poder político catalán y con el control sobre su propio territorio y este hecho provoca una reacción de rechazo en los catalanes que puede ya reconocerse como el embrión del independentismo, que, sin embargo, no se consolida como movimiento político moderno, hasta los inicios del siglo XX, inspirado por el republicanismo irlandés y los anhelos independentistas de Finlandia, que tuvieron su máxima expresión en esa época.

En Cataluña, fueron varios los partidos, agrupaciones y publicaciones que abrazaron ese horizonte político, hasta que, en 1926, Francesc Macià lideró los llamados Fets de Prats de Molló, un fallido intento de insurrección armada contra la dictadura de Primo de Rivera, con el objetivo de proclamar una república catalana independiente. Finalmente, en 1931 el mismo Macià, ya presidente de la Generalitat, proclamó la anhelada y efímera República Catalana, que duró únicamente tres días porque las enormes presiones que ejerció Madrid le obligaron aceptar un régimen autonómico. Aparecieron, entonces, nuevas organizaciones separatistas, que calificaron el hecho de claudicación vergonzosa. Incluso después de la Guerra Civil española, el independentismo catalán mantuvo una llama encendida a partir del Front Nacional de Catalunya, nacido en París en 1940, movimiento que llegó a colaborar con los aliados durante la Segunda Guerra Mundial y que, en 1948 se convirtió en partido político.

Las dos dictaduras del siglo XX, la de Primo de Rivera y, sobre todo, la de Franco por lo prolongada que fue, gracias a la censura de las ideas, a la falta de libertad de expresión y a la represión, propiciaron que la posibilidad de una Cataluña independiente se fuera convirtiendo, cada vez más, en una utopía, al tiempo que la mentalidad colectiva de los catalanes se alejaba de ver esa posibilidad como algo factible. La mayoría de los convencidos fueron desapareciendo por razones biológicas obvias y la juventud de la segunda mitad del siglo XX había nacido ya en un medio totalmente refractario a cualquier divergencia de la divisa que vehiculaba el fraudulento lema oficial de la “España, Una, Grande y Libre”, por lo que las nuevas generaciones nacían mayoritariamente castradas e incapaces de reconocer e incluso, en muchos casos, de generar en el fondo de su propio pensamiento, esa voluntad de emancipación colectiva que quizás nadie les había podido explicar que podía existir.

Sólo algunos jóvenes universitarios o especialmente concienciados, que hoy ya peinan canas si todavía les queda algo por peinar, fueron capaces de mantener viva una tenue llama que empezó a prender vigorosamente en la nueva juventud con el advenimiento de esa feble democracia que nos permitieron alcanzar por medio de una transición de guante blanco. Eso sí, vigilada de reojo por el ejército español, que incluso estuvo a punto de tomar el mando de nuevo en 1981 de la mano del golpista Tejero y sus secuaces.

Durante ese período, el olvido forzoso, el mirar para otro lado ante las monstruosidades que había cometido el régimen fascista, el pacto tácito con los desleales para con la democracia y una Constitución votada bajo la amenaza del ruido de sables que se escuchaba como música de fondo, nos llevaron al Estado actual. Un Estado en el que continúan mandando los de siempre, aunque ahora un poco más desde la sombra, al amparo de un sistema judicial y de unos cuerpos policiales cuyas cúpulas nunca fueron depuradas y que, por tanto, no han evolucionado desde entonces. Y todo bajo el techo de una monarquía, hoy altamente desprestigiada, que actúa como símbolo de una unidad patria que nunca ha existido más que bajo la bota de la represión y de la consiguiente ignorancia.

Con el advenimiento de esa precaria democracia y la apertura que necesariamente conllevó la aparición de los nuevos aires de libertad en el tercer cuarto del siglo anterior, los catalanes empezamos a poder usar nuestra lengua públicamente, accedimos a un gobierno autonómico y los sentimientos nacionales de nuestras gentes empezaron a poder manifestarse, en un principio, mayoritariamente integrados en una España que habían prometido democrática y respetuosa con las naciones que la integran.

Sin embargo, ya a la vuelta del siglo XXI, cuando empezaban a agotarse los insuficientes recursos democráticos que había proporcionado la transición, nos fuimos dando cuenta de hasta qué punto el Estado español representaba un intolerable corsé para todo lo catalán, que se veía obligado a sobrevivir precariamente a través de una autonomía vigilada, unas limitaciones en el ejercicio del poder que la hacían de todo punto insuficiente, unas competencias cedidas con cuentagotas a un ritmo exasperantemente lento y una separación de poderes más que dudosa.

Sin embargo, si el Estado español hubiera aprovechado la transición para aceptar como realmente español todo aquello que es catalán y le hubiera reconocido los mismos derechos y dignidades que concedía a todo aquello que es castellano, quizás una mayoría de los catalanes hubiera podido aceptar el Estado español como propio. Pero no. El Estado español quiso dejar muy claro que lo castellano iba por delante de lo catalán, incluso dentro de Cataluña. Que lo catalán era incluso contrario a lo español y que los catalanes teníamos que renunciar a parte de nuestra catalanidad tal como la entendíamos para abrazar una españolidad que sólo era capaz de explicar este Estado a través de un prisma castellano, porque todo lo demás era, únicamente, peculiaridad regional.

Y llegaron las barreras, las trabas y las limitaciones a la enseñanza de la lengua catalana cuando, a través de la escuela y de las administraciones locales y autonómica se quiso discriminar positivamente el catalán para intentar paliar el agravio comparativo que significaba que mientras que todo el mundo conocía el castellano en Cataluña y era capaz de usarlo, había (y hay aún hoy) una gran parte de la población incapaz de expresarse en catalán y muchos, también, incapaces de entenderlo. Y llegó la recogida de firmas contra la reforma del Estatuto de Autonomía propiciada por el Partido Popular. Y llegaron los recortes al nuevo estatuto de autonomía ignorando el hecho fundamental de que había sido aprobado por el Parlamento de Cataluña con una mayoría del 90%. Y llegaron las impugnaciones constantes de leyes catalanas ante el Tribunal Constitucional. Y llegó el extremo de que hoy Cataluña se rige por un Estatuto de Autonomía amputado que el pueblo catalán nunca votó, caso único en España. Y llegaron también las mentiras que se han dicho para alimentar el odio a Cataluña en los ciudadanos españoles, mayoritariamente de buena fe, que, engañados, viven un agravio comparativo imaginario que los perversos catalanes, supuestamente, cometeríamos sobre los ciudadanos de Cataluña que proceden de distintos lugares de España; un agravio comparativo inventado por determinados partidos y alimentado por ciertos medios de comunicación que ejercen una innegable influencia en la opinión pública española.

Naturalmente, todas estas circunstancias propiciaron que los catalanes tomáramos, si cabe, mayor conciencia de hasta qué punto el Estado español representa una rémora inasumible y, durante las dos primeras décadas de este siglo, gracias a su actitud intolerante, ha ido tomando cuerpo la idea de que la independencia es la única salida posible para nuestro país. Una idea que fue ganando partidarios de manera creciente y un país cuya idiosincrasia colectiva el Estado vive como una anomalía, como algo a eliminar, como una especie de error genético que hay que corregir para que Cataluña devenga en una autonomía más, sin voluntad alguna de hacer valer su historia, su naturaleza nacional, su lengua y su cultura, que deberían diluirse en lo español para convertirse únicamente en un detalle, en una peculiaridad costumbrista que no define, sino que, simplemente caracteriza graciosamente, pero que, si conviene, se puede obviar sin dar demasiadas explicaciones.

El independentismo ha crecido gracias a esta actitud del Estado. Diría, incluso, que por inducción. Como aquellas cobayas de laboratorio que, en una cruel jaula, aprenden, a base de descargas eléctricas, cuál es el único camino que pueden escoger para alcanzar el cebo. Y es que el Estado no ha ofrecido jamás otra salida a los catalanes, que nunca hemos consentido en renunciar a nuestra identidad como nación.

La eclosión del independentismo, hoy mayoritario no sólo en escaños, sino también en votos según los resultados de los últimos comicios en Cataluña, no nace, pues, de la nada. Es algo que yacía latente, oculto por la represión, el miedo y la ignorancia. Y ha sido precisamente el exceso de presión, ejercida por el Estado, lo que ha hecho estallar una situación injusta que Cataluña soportó estoicamente resignada durante el siglo XX ante la brutalidad del totalitarismo de Estado. Quizás si España hubiera sabido venderse mejor, si hubiera sabido respetar a los catalanes tal como somos, sin haber pretendido embutirnos la españolidad a la fuerza intentando que ésta sustituyera nuestra catalanidad tal como la sentimos, el problema que hoy tiene el Estado en Cataluña sería mucho menor.

Ahora que los catalanes hemos salido del armario, resulta que Cataluña aparece dividida y que la culpa es del independentismo. ¿Y qué es lo que tendría que haber hecho el independentismo? ¿Mantenerse callado por los siglos de los siglos para que España aparezca siempre bonita y como una balsa de aceite aunque, en realidad esa paz aparente sea la consecuencia directa de una vergonzante represión? Calladitos estábamos más guapos, ¿verdad?

No, querido lector, no. El independentismo no ha dividido Cataluña. Cataluña está hoy tan dividida –que no fracturada– como lo estaba antes. Lo que sucede es que las dos dictaduras sufridas por todos los españoles no han permitido que el independentismo saliera del agujero donde andaba metido durante todos esos años en que mayoritariamente esperábamos otra actitud del Estado. Por eso, la división era imperceptible. Y, claro, ahora que nos hemos cansado de esperar, es cuando se dan cuenta de que, en Cataluña, conviven dos almas. Pero son dos almas que siempre habían existido, aunque una, sofocada y la otra, rampante, en situación claramente injusta, desigual y en absoluto democrática.

Pero el problema tendría fácil solución: si la unidad de España, por la cual están una parte significativa de los catalanes, considera que Cataluña está dividida y esta situación les resulta inasumible, el camino es fácil. Abracen el independentismo y verán como todo se transforma en agradable cohesión. Ah, eso no, ¿verdad? Eso no es aceptable. ¿Pero no es exactamente eso lo que le piden al independentismo, pero al revés, cuando lo culpabilizan de dividir Cataluña? Pues aplíquense el cuento, háganme el favor. Porque los unionistas, naturalmente, son también parte actora imprescindible de esa división.

Y hasta que no se llegue a un acuerdo a través del cual se respete democráticamente la voluntad mayoritaria del pueblo catalán, sea cual sea esa voluntad, el problema no se va a resolver, sino que va a crecer. Y nos van a tener siempre ahí, recordándoles permanentemente que existimos y que exigimos una solución democrática para nuestro país. Y vamos a estar ahí para vergüenza y desprestigio de un Estado que no permite votar aquello que no le gusta a pesar de que exista un auténtico clamor popular a favor de que se produzca esa votación.

También hay que dejar constancia de una realidad relevante en todo este asunto y es que, afortunadamente, ni siquiera la despreciable actitud de Ciudadanos, que hizo cuanto pudo y mientras pudo para meter cizaña entre esas dos almas, ha podido empañar la exquisita convivencia entre ambas, que, a pesar de que mantienen, cada una, sus convicciones sin renunciar a ellas, se respetan mutuamente y son capaces de coexistir cívicamente compartiendo de manera ejemplar una tierra que es, sin duda, de todos los que vivimos en ella, aunque parece que son precisamente aquéllos que no viven en ella los que quieren someterla para convertirla en lo que no es ni quiere ser.

El independentismo no ha dividido Cataluña, que es un territorio cuyas gentes convivimos armónicamente en nuestra extraordinaria diversidad desde que el país se convirtió masivamente en tierra de acogida de personas de todas partes, sobre todo, a partir de los años cincuenta del siglo pasado. Simplemente, reclama unos derechos que, hasta hace poco, bien entrado el siglo XXI, no había sido capaz de ejercer por las razones expuestas más arriba. Y los ciudadanos catalanes tanto si comulgamos como si no con ese credo, sea cual sea nuestra procedencia, sabemos también convivir democráticamente con la otra mitad de Cataluña. Y diré más: la inmensa mayoría del conjunto de la población de Cataluña aceptaría el resultado de un referéndum vinculante acordado con el Estado, en el que se pudiera votar a favor o en contra de la independencia, fuera cual fuera ese resultado.

Por eso, el Estado español tiene tanto miedo a que se celebre ese referéndum. Un temor que no es más que aversión al acto más democrático que existe: que los ciudadanos votemos libremente. Da qué pensar, ¿no?

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