Qué bonita es la cocina cuando cocina otro, ese momento en el que ves a alguien correr de un extremo a otro y tú mientras te vas comiendo las albóndigas recién hechas acompañadas de una cervecita mientras le cuentas tus cosas a quien está cocinando.
Admiro a esas personas que pasan horas cocinando, haciendo bizcochos, natillas y platos tremendamente elaborados. Yo odio cocinar, lo único que me gusta hacer es el ali oli y la mahonesa, pero es porque me sale más rica que la de tarro, por lo demás, cocino por necesidad no por placer.
En realidad, no es que se me dé mal cocinar, es que, al no gustarme, no tengo ningún interés en aprender cosas nuevas y todo el tiempo que paso frente al horno, siento que es tiempo que podría estar escribiendo.
Alguno de mis errores inconfesables y que solo os voy a contar a vosotros fue, por ejemplo, la primera vez que intenté dar la vuelta a la tortilla en el aire. En la tele parecía fácil, pero cuando yo lo intenté, la tortilla se me quedó pegada en la campana de la cocina que la tengo justo encima de la vitrocerámica, al caer por el efecto de la gravedad, parecía que había hecho los huevos revueltos en la vitro, eso sin contar con el hecho de que los trozos que me cayeron en la mano me quemaron y solté no sé cuántas maldiciones, pero, por supuesto, por mímica, ya que de aquel incidente nadie se enteró, recogí la cocina rápidamente y no volví a intentarlo hasta meses después.
Pero no pasa nada, durante el confinamiento pude dar rienda suelta a mis dotes culinarios, intenté hacer pan, sí, terminé bañada en harina, pero conseguí un arma por si alguien se atrevía a entrar en casa, ya os podréis imaginar lo duro que me salió, una piedra se cortaría con más facilidad que mi pan. Pero eso sí, tenía tanto tiempo que un día me entretuve en cortarles patatas en forma de corazón, de casitas, de tréboles o de libros. ¿Imposible? ¡Qué va! se puede, claro que se puede, con mucha paciencia y sin nadie que te moleste, se puede.
Pero en el confinamiento no solo aprendí a cortar patatas de formas, también fui valiente y me quité las gafas para freír huevos, las pizzas dejaron de parecer africanas y aprendí a hacer albóndigas como pelotas de tenis.
Muchas personas engordaron en el confinamiento, yo engordé después. Cuando por fin pudimos ir a casa de mis padres, le encargué a mi abuela que me hiciera una bandeja entera de croquetas y a mi madre un salmorejo de esos ricos ricos con jamoncito y huevo duro picadito.
Si alguna vez queréis que guarde silencio, nada más que tenéis que contarme la receta de algún plato que hayáis hecho, es el mejor antídoto para hacer callar a una habladora compulsiva como yo, y si alguna vez queréis dejar de ser amigos míos y no sabéis como, es muy fácil, regaladme un utensilio de la cocina, a los dos minutos quedarás automáticamente bloqueado en mi teléfono y en mi vida.
Una pista de lo que me importan a mis los aparatos de cocina, hace poco descubrí que tenía una batidora de esas que salen en las pelis con las que se hacen batidos, pero es que por lo visto lleva en mi mueble quince años y yo pensaba que era una picadora de hielo. El único aparato de la cocina que amo es una máquina que hace de comer, le hechas los ingredientes y solo debes presionar los minutos y una de las dos opciones que te da, presión vapor o cocción horno.
Desde aquí me gustaría dar las gracias a todas esas personas que pasan horas cocinando con la esperanza de que alguien diga que la comida está muy buena, cosa que no suele pasar a menudo. Y es una pena que no se reconozca el esfuerzo, es como si te comes un Picasso, o a la Piedad de Miguel Ángel, fueron instantes gloriosos que pasado un tiempo nadie recordará.
Pero no os preocupéis, vuestros platos son esa sonrisa que el escultor crea en su obra, ese final feliz de una novela que tan solo necesitaba una genialidad de almuerzo o esa melodía creada después de haber degustado tan magnífica comida.
En este mundo todo cuenta, y los cocineros son esos artistas que en las sombras del anonimato crean verdaderas obras de arte.
Gracias.