La vinculación entre lo uno y lo múltiple, entre individuo y comunidad, entre lo privado y lo público, podríamos sintetizarla baja el significante lazo. La filosofía como horizonte de las generalidades se enlaza con la psicología, más precisamente con el psicoanálisis, dado que este atiende la particularidad del sujeto. La palabra, distintiva de lo humano, que se hace lenguaje para reconocer al otro, en la dinámica de tal circuito creado de la comunicación, define el entramado sustancial del que se confecciona el hilo, el cordel, la cinta en la que nos posibilitamos el ser uno y múltiples a la vez, sin dislocar el principio de no contradicción, para fundar un nuevo entendimiento.
La tensión, la puja, la disputa, todas y cada una de las aventuras y desventuras del sujeto enlazado entre su yo y el nosotros, abarca la consideración de lo político que alumbra los diferentes y diversos andamiajes de la política como manifestación o resultante determinado en un instante bajo contexto dado.
El concepto de lazo social, inicialmente vinculado a la teoría política, a la generalidad filosófica, es obturado, tomado, clivado, por el psicoanálisis y en tal complexión, devine en discursos. Lo que une, vincula, enlaza, sujeta, constituye al ser en su condición gregaria, es precisamente las discursividades como partes de una esencia indisoluble.
Antes de la palabra como eje rector, existió el acto, violentamente manifiesto de una ruptura marcada a fuego, que dislocó lo real y configuró lo simbólico. Así lo podemos leer en En “Psicología de las masas y análisis del yo” de Sigmund Freud; “En 1912 recogí la conjetura de Darwin, para quien, la forma primordial de la sociedad humana fue la de una horda gobernada despóticamente por un macho fuerte. Intenté mostrar que los destinos de esta horda, han dejado huellas indestructibles en el linaje de sus herederos; en particular, que el desarrollo del totemismo, que incluye en sí los comienzos de la religión, la eticidad y la estratificación social, se entrama con el violento asesinato del jefe y la transformación de la horda paterna en una comunidad de hermanos ([1921] 2000: 116)”.
En tal horizontalidad, la noción de lo común instaura la prohibición del incesto y el respeto al tótem, no puede haber acceso para nadie a un goce pleno o absoluto. Se inicia de tal manera que se constituirá después en los dominios de la representación. La misma de base simbólica enlazará su dinámica desde los lazos que serán discursividades, dado que cómo dirá Lacan tiempo después “los discursos con fundamentalmente modos de goce”.
Por tanto el lazo social que deviene en discursividades implica la constitución de un orden simbólico, que debe tener su expresión manifiesta en los corpus normativos o en la ley.
La misma pretende justificar, legitimar o en verdad explicar, condicionar desde el discurso que será de lo democrático y republicano el imperio de lo representativo.
A nivel ontológico (la razón del primer discurso), es claramente determinante la hermenéutica (representación válida de ese primer discurso) heideggeriana; “El ser es lo que determina al ente en cuanto ente, aquello respecto de lo cual el ente, sea cual fuere el modo en que se lo considere, es en cada caso siempre ya comprendido. El ser del ente no es él mismo un ente” (Heidegger, 2007. Ser y Tiempo. México, Fondo de Cultura Económica.13).
Nuestras relaciones humanas son discursividades, que son aprobadas o desaprobadas en el libre juego que pretende, en el fantasma de lo imposible, como síntoma de nuestro ser carente o develado en su falta, imponerse bajo uno u otro criterio que administra o determina la política, como esa dinámica dentro del circuito representativo de lo democrático, como recinto sagrado y totémico en donde las palabras más valiosas (las leyes que rigen o que determina el poder) se ponen a resguardo de las continuas compulsas.
El deseo como móvil del andamiaje de lo humano, al enlazarse mediante discursos puede enhebrar puntos genéricos que ordenen la posibilidad de un colectivo, de un espacio en común que respete y haga respetar prioridades para que la existencia se torne soportable y esperanzadora.
Prescindiendo de los discursos, es decir bastardeando la palabra, no hacemos más que renunciar al deseo de enlazarnos. Horadamos la constitución de la política, la posibilidad de lo común. Podríamos estar regresando a los tiempos de la horda, en donde se prevalecía por medio de la violencia intemperante y la sinrazón de los pliegues más venales con los que hemos sido recubiertos en el presente arrojo a lo indeterminado e incierto.
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