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La dialéctica de la guerra

15 de Octubre de 2023
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El hombre, en términos genéricos, nunca ha dejado de ser un simio. En un momento determinado de la evolución, consiguió la verticalidad, sus manos alcanzaron gran destreza y el cerebro creció pero de poco sirven las potencialidades de un buque si está mal gobernado. Por lo común, ha ejercido la razón de la fuerza, que no la fuerza de la razón, para salirse con la suya. No es una opinión sino la crónica de la involución reincidente de la Historia de la Humanidad.

Según parece, tras cada conflicto bélico, invasión o acto terrorista hay razones que debemos conocer y comprender. O eso dicen sus iracundos protagonistas. No caeré en esa trampa perversa pues la guerra, en el sentido más amplio y abyecto del término, es la sinrazón misma.  Indagar sobre las razones del mal es tanto como la búsqueda desesperada y tramposa para su justificación misma. 

El mal, en parte, es la inacción del bien y, en consecuencia, aquél debe ser combatido. Jesús nos animó a exponer el otro moflete mas cuando mejillas muy cercanas y pequeñas se suman a la propia, entonces la propuesta del Nazareno se me antoja inalcanzable. No atisbo grieta intelectual ni ética en el ejercicio de la legítima defensa pero la cuestión que hoy quiero abordar, aunque tangencial, es otra. ¿Cómo desplegamos la legítima defensa? Es decir, ¿de qué instrumentos nos servimos para llevarla a cabo?

La cultura de la paz puede enervar la dialéctica de la guerra si los interlocutores buscan la paz y no la guerra. Una obviedad que conviene recordar. No siempre la justicia garantiza la paz. En absoluto. Los perros de la guerra rara vez persiguen la justicia. Poder, dinero y locura, en distintas proporciones, se mezclan dando como resultado una aleación extraordinariamente corrosiva. 

El mundo civilizado, que así lo llaman en un exceso de optimismo, está compelido a separar el grano de la paja. La guerra debe ser el último instrumento del que tirar. El laurel de la victoria es efímero y acaba convertido en un boomerang que regresa cargado de resentimiento y sufrimientos en apariencia aletargados.

En tiempos de conflagraciones, su industria y los comisionistas hacen su agosto pero, salvo ellos, todos pierden. Pierden los pueblos implicados, donde justos e inocentes pagan por pecadores. Mujeres, niños y civiles que, en su carnes, redimen los pecados de sus verdugos.

Cuando veo, leo y me estremezco por las crueldades que el hombre es capaz de perpetrar, no dejo de preguntarme qué hay en las cabezas de estos carniceros. ¿Qué lleva al hombre a exhibir, extasiado, el cadáver de una chica con huesos quebrados, semidesnuda y vejada?  ¿Qué pensamientos se apoderan de un grupo de milicianos para decapitar a bebés,  asesinar a niños o violar brutalmente a las mujeres?

Sólo se me ocurre una razón. Odio. Un odio abisal y salvaje engendrado por sufrimientos pretéritos, posterior y convenientemente alimentados por perturbados y miserables.

Propongo un ejercicio; duro pero necesario. Imagínese envuelto en una guerra o azarosamente comprometido en un ataque terrorista. Su hija de apenas tres años corre desorientada cuando muy cerca de ella estalla una bomba. Con el corazón a punto de estallarle en el pecho, corre en su busca. Su cuerpecito está incompleto y respira con extrema dificultad. Con una angustia que le atenaza, coge entre sus brazos a su niña y la acerca a su pecho. Con ojos asustados, le mira y poco antes de exhalar su último aliento, balbucea: Papá, tengo miedo; te quiero. Se sienta porque no tiene fuerzas para permanecer de pié. Abraza el cuerpo sin vida de su hija, eleva sus ojos llorosos al cielo y con un grito desgarrador, pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué Dios mío? ¿Por qué?

Él permanece inmóvil como si las balas y el fuego no importasen. Como si  deseara que una de esas balas perdidas acabara con su propia vida y con el dolor que sabe jamás desaparecerá. Mece el cuerpecito destrozado de su hija como si quisiera dormirla aunque ya esté dormida para siempre. Llora desconsoladamente, como si su garganta fuese a desgarrarse de un momento a otro. No entiende de guerras, ni de enemigos, ni le importan las causas y razones de tanta violencia y maldad. Ha perdido a su hija, a su única hija. Es lo único que importa de veras. Desconoce si su hija fue un “daño colateral” o “una mártir fortuita de una guerra supuestamente santa”. A tan lacerante dolor y preguntas sin respuestas, sucederá un odio atávico, de profundas raíces y que, tal vez, se transmita entre varias generaciones.

Las guerras o la violencia en sus infinitas manifestaciones sólo engendran más violencia.  No tengo muy claro quién gana las guerras en realidad pero sé otras cosas. Que las victorias son engañosas pues, a su paso, dejan regueros de sangre, iniquidad y salvajismo que, más pronto que tarde, podrían despertar comprometiendo conciliaciones cerradas en falso. Sé también que muchos ganan de o en las guerras. Una industria en la que su I+D será tanto más brillante como letales sean sus armas. No olvidemos las fortunas cósmicas gestadas en tiempos de postguerras, donde la miseria colectiva convenientemente administrada cotiza al alza en la bolsa.  Dicen que las armas las carga el diablo pero alguien, antes, hubo de manufacturarlas. Las guerras las pierden los de siempre que nada hicieron para merecer tamañas crueldades, salvo estar en el lugar y tiempo equivocados.

A nadie parece importarles demasiado. Meras estadísticas que, durante un tiempo, ocupan los titulares y cabeceras de los medios de comunicación para dormir, inmediatamente después, en el sueño de lo injusto. Los laureles de las victorias suelen retornar en forma de boomerangs cargados de ira, de sufrimientos que no estaban amortizados; acaso adormilados.

Me consta que el papel lo aguanta todo y que esta vida es extraordinariamente compleja. Hay lugares donde la vida tiene escaso valor, donde nadie distingue con claridad al amigo del enemigo. En pleno corazón de Europa, el mundo permaneció impasible ante la limpieza étnica de los bosnios-musulmanes a manos del ejército serbio.

A menudo me tilden de idealista pero ni puedo ni deseo ser otra cosa. La violencia nunca fue el camino y nunca lo será.  No hay guerra o cruzada que valga lo que la vida de un sólo semejante. No hay territorio, fe, venganza o soberbia que justifique el uso de la fuerza. Tal vez no podamos elegir cómo morir pero sí cómo vivir. Una vida al servicio de la palabra, de la razón, de la concordia, de la paz y del amor bien merece ser vivida.

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