Un par de viajes de pocos días por diversas regiones de España enseña más que un curso de sociología. Ver esa Castilla, apenas poblada, con ciudades que son monumentos históricos pero a las que les faltan teatros y bibliotecas, cines y centros de cultura, porque ya no hay habitantes que los frecuenten y dinamicen, es un ejercicio de tristeza y desesperanza. Donde la estructura del centro urbano no ha cambiado desde hace un siglo y los nuevos barrios son feos, pobres y sin servicios: ni librerías ni farmacias ni quioscos de periódico ni apenas tiendas de alimentación, donde se amontonan en una oscuridad que no deja conocer el estado de las mercancías, alimentos “frescos” y conservados, sandalias y juguetes de niños.
Ninguna de las Administraciones, ni autonómica ni municipal, han trabajado para que esas tierras remontaran la sangría de la Guerra Civil primero y del fascismo después. La hambruna de la posguerra se palió con la emigración masiva de los campesinos hacia las ciudades industriales de la periferia y Madrid, vaciando los pueblos y dejando en el esqueleto la estructura productiva y habitacional de esas poblaciones. Esa España no se ha recuperado de aquella sangría. Peor aún, en las últimas décadas, el capitalismo liberal sin freno que se implantó a partir de la democracia, y que repudia toda intervención económica estatal, ha dejado Castilla la Vieja y Aragón abandonados a sus escasos recursos.
Carreteras destrozadas de kilómetros interminables en “la terrible estepa castellana”, cuyos agujeros se remiendan con unos parches de cemento, que sufridos obreros, con uniformes de invierno, derriten en tolvaneras al sol, en este devastador agosto. Carreteras tan desiguales en su firme, convertido en ondas y agujeros, que destrozan la espalda como si se viajara en diligencia. Carreteras, e incluso autovías, sin un parador en decenas de kilómetros, lo que significa el desamparo más absoluto para el viajero que no puede repostar gasolina ni enchufar el coche eléctrico, sin servicios higiénicos ni restauración. Parecía que no existía tampoco ningún timbre o teléfono de emergencia en los cien kilómetros que separaban las gasolineras y sus roñosas cafeterías.
Gasolineras y cafeterías que ya no tienen periódicos pero que pretenden cobrar 14 euros por un bocadillo de jamón, 6 por uno de queso y 7 euros por dos cafés con leche. En las que las televisiones compitan en ruido con los gritos de los clientes. Ya sin mencionar el precio de las gasolinas que con tanta resignación aceptamos los ciudadanos. Como los servicios que se ofrecen al público. Vaters sin tapa, incluso sin asiento, cisternas de las que apenas sale agua, suelos llenos de papeles sucios, lavabos en los que no funciona el grifo automático, sin papel higiénico ni toallas ni jabón y a veces sin espejo. Y donde las nuevas tecnologías apagan la luz continuamente dejando a la usuaria en la desolación de las tinieblas.
Donde los cerrojos de las puertas están estropeados y unas veces no cierran y otras no se abren. Las mesas descascarilladas y cojas, en las que ni un mantelito de papel separa el pan del tablero, con las sillas duras como piedras, los mostradores sucios, con camareros que muestran sus uñas negras y que unas veces son amables y otras hostiles o impertinentes.
La España vaciada es irredenta.
Recorrer los páramos de Castilla La Mancha, Castilla la Vieja y Aragón desde Madrid hasta Barcelona, sin avistar más que lomas y algunos pinares, unas escasas tierras de cultivo, agostadas por el sol, sin que ni un pueblo o aldea permita creer que se trata de un país habitado, es enormemente desmotivador.
Las últimas informaciones oficiales dicen que España es el país de Europa más deshabitado. En los dos últimos años ha perdido población. En algunas provincias la densidad es la de Laponia, un habitante por kilómetro cuadrado. La mitad de los ocho mil trescientos pueblos de nuestra geografía tiene menos de 20.000 habitantes. Y son muchos los que no pasan de mil, mientras en otros seis o doce o cien vecinos resisten para morir donde nacieron. Desde la carretera se vislumbran los esqueletos de casas, iglesias y ayuntamientos que fueron abandonados hace decenios, como para dar testimonio de que en aquel territorio en tiempos pasados hubo seres humanos que los habitaron.
En los treinta y seis años que han transcurrido desde que se aprobó la Constitución no se ha implementado ningún proyecto que revitalizara la industria, la agricultura y el comercio en esas regiones. Por el contrario, el hundimiento de la natalidad y las órdenes de la Unión Europea, que debemos cumplir porque para eso se firmó el acuerdo de adhesión, han obligado a cerrar industrias, acabar con la ganadería, aceptar la competencia agrícola de Marruecos y quedar España reducida en la UE al misérrimo papel de país turístico.
En las Castillas y Aragón ni siquiera la construcción cuenta porque, ¿para qué se van a construir casas, apartamentos y chalets donde no va nadie? Los pocos turistas tienen pensiones y hoteles suficientes para unos cuantos días de curiosear los castillos, iglesias, catedrales y ermitas, que las sucesivas conversiones religiosas de los reyes godos y la interminable guerra de Reconquista han dejado como huellas de su paso. Museos pocos, porque los alcaldes de esas ciudades no tienen dinero y menos interés por comprar cuadros y estatuas, que con las que han heredado de sus ancestros ya pueden presumir. El turismo, que ha de salvarnos del naufragio que nos espera, en esas poblaciones es escaso, limitado a visitar las construcciones románicas y góticas y algún pobre espacio de recuerdos decimonónicos que no se ha renovado en decenios. Los visitantes están muy pocos días y consumen mínimamente, porque tampoco hay nada más que comprar que quesos y jamones.
Y ningún programa político, ningún partido, ni los que se reclaman de izquierda, se plantea transformar esa España abandonada y solitaria en un país avanzado, que tenga una producción diversificada para acoger a los millones de jóvenes que deben unirse a la vida laboral, y que todos los estudios económicos y sociales explican que no pueden salir de la casa familiar porque ni encuentran un trabajo asalariado digno ni existen viviendas acordes a sus capacidades económicas. El paro juvenil en nuestro país alcanza el 30% para los menores de 25 años.
En las terrazas de los bares de las plazas de los pueblos y ciudades, dejan pasar los días de verano ancianos y mayores de media edad, sin más ocupación que hablar de los temas más comunes y cotidianos que llevan comentando medio siglo. La mayoría de los centros sociales y de las bibliotecas estaban cerrados en agosto. Los cines, escasos, no ofrecen más que dos títulos de novedades y unos anacrónicos “remakes” de películas trasnochadas. Cuando hay algún teatro se representan estupideces de graciosos y graciosas que hace cincuenta años ya estaban rancias. En el páramo castellano y aragonés vimos de “ciencia propia” la España de Machado que bosteza. “Entre una España que muere y otra España que bosteza, españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos Españas, ha de helarte el corazón.”