Del mismo modo que no tenemos experiencia de la muerte más que cuando la vemos en otros, como ya manifestaba Feuerbach, tampoco podemos llegar a alcanzar una experiencia religiosa. Es imposible, por más que nos empeñemos, en manifestar una abertura ante aquello que se conoce como lo trascendente, pues todo lo más que puede quedar es una visión religiosa, como nos hablaba Sádaba en un libro que más o menos, creo recordar, llevaba por titulo algo así como El saber morir, no estoy muy seguro de ello, han pasado ya muchos años desde su lectura, aunque sí lo tomaré como base en alguna de las reflexiones siguientes. Lo que, si me viene a la cabeza de esa obra que tocaba temas tan complejos a través de ese lenguaje simple de gran elaboración, y al cual solo alcanzan los que saben y quieren divulgar, es como ante el horizonte inabarcable en el que situamos nuestra vida, y por ende nuestros miedos futuros, también nos sentimos desbordados antes de siquiera pretender andar y trazar, así, de este modo, nuestro camino.
La religión se emplea en intentar unir lo dividido, presentándose como un instrumento, se podría decir, que desfigura nuestras relaciones con los otros, que inutiliza el habla entre dos interlocutores, y que nos vuelve autodestructivos interponiendo entre nosotros a un Dios omnipotente, el cual nos ve a través de sus acólitos y nos hace sentir vergüenza. Este actuó, en un principio, y utilizando el cuerpo, para dominarnos a través de los milagros, pues estos pueden cambiar a modo de magia el curso de los acontecimientos naturales del mundo (también nos quieren situar, y sin poderlo, en lo sobrenatural). Jesús en la cruz aún tenía en su poder la salvación de la humanidad, pero fue resucitado, y condenando, con ello, y hasta las fechas, a postrar nuestra naturaleza, tal como denunció Althusser con el tema de las religiones, ante el lenguaje religioso cristiano.
Ese lenguaje aún persiste sin que lo sepamos, o no queriendo saberlo. Nos acompaña en nuestra vida cotidiana, y se ha infiltrado tanto en las grandes cuestiones de esta: ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿A qué he venido yo a este mundo?, como en cuestiones escatológicas, propias de una mentalidad apocalíptica, que nos lleva a preguntarnos por ¿llegaremos a alcanzar un estado final de plena concordia?, y otras tantas cuestiones que denotan ese parasitismo religioso que anda tan incrustado en nuestro espíritu.
La búsqueda de un dios que, de sentido a nuestra vida, nos aparta precisamente de poder alcanzar a salvar la misma. Nos sustrae a una figuración social donde no hay manera de escapar de los valores impuesto por una divinidad que lo abarca todo, al que nada se le escapa. Para el cual la vida misma es siempre algo futurible, una vida que, y por paradójico que parezca, está más allá de este presente que estamos viviendo ahora. Los valores cristianos son acumulables para satisfacer una vida que de sentido a la vida en la tierra. Debemos estar siempre prestos a escuchar en nuestros corazones, tal como indicaba Lutero, esa voz de la Gracia que nos muestra el camino que debemos andar.
La moral cristiana ha quedado incrustada en nuestro lenguaje, y lo podemos ver en la inapetencia por una buena muerte ante la postergación innecesaria del dolor y el sufrimiento. Sólo Dios puede salvarnos, solo Él, por lo tanto, puede decidir cuando y cómo hacerlo, y es así que todo debemos dejarlo en sus manos. Esto que a día de hoy puede sonar a mentalidad religiosa de épocas oscuras, sin embargo, y por lo que he mencionado antes, se encuentra en esa “bien formada conciencia”. No obstante, ¿Por qué existen tantas objeciones a las actuales leyes sobre la eutanasia?
Algunos arguyen que detrás de una persona que quiere morir, se encuentra una sociedad que le empuja a ello. Yo pienso, a todo esto, que el foco se debería poner en ¿qué empuja a una sociedad para oponerse a una persona que desea una muerte digna y no quiere sufrir más? ¿Por qué no preparase para la muerte, que es parte de la vida, puesto, y como he señalado al principio, no existe una experiencia de la misma, y vemos, en cambio, esta, de modo inaudito, como algo que de algún modo parece ajeno a nuestra naturaleza?
Es curioso, en el famoso dilema de los tranvías, como la persona que empuja a otra por un puente para salvar a unos cuantos produce más indignación que aquella que solo mueve una palanca para desviar el aparato con la intención de sacrificar una vida humana en aras de salvar otras cuantas. La cuestión, aquí, no se trata de saber si esta o cual actitud es más o menos reprochable. Me gustaría que nos detengamos, por un momento, en como esa persona, en esta primera acción, y actuando mediante el contacto físico, en este caso empujando a otra, nos causa mayor reproche que la realizada por aquella, pese a que los resultados son los mismos.
En el caso de la eutanasia, y puesto que no se trata de sacrificar la vida de una persona para salvar a otros (quepa destacar, con el ejemplo anterior, que no nos quedáramos en ese detalle), ¿por qué la percepción de muchos médicos, que, si practican la eutanasia, y que lo hacen a sabiendas que no están haciendo nada malo, que en todo caso no desean postergar el sufrimiento de alguien, y que cuentan con un consentimiento, es que son mirados, incluso por los propios compañeros, como si fueran casi unos asesinos? ¿Por qué, en cambio, aquellos que no intervienen de modo directo, hablamos de una eutanasia pasiva, que a efectos prolonga de modo innecesario el sufrimiento del individuo, y lo cual termina por causar también la muerte de este, son percibidos de una manera mucho menos reticente? ¿Son factores psicológicos los que actúan en la percepción de la sociedad? ¿Por qué la eutanasia no podría ser considerada como un acto de vida más que de muerte?
Yo pienso, ya para terminar, que la eutanasia debe ser focalizada como un acto último de vida, la de aquella persona que se siente preparada para despedirse por la puerta grande, a través de un acto de voluntad propio y, por lo mismo, ayudado, si se da el caso, por la mano amiga de una persona sanitaria, la cual ha jurado intervenir para preservar ese propio acto de vida. Lo contrario, es dejarnos inundar por una religiosidad destructiva, que nos hunde no solo en una falsa esperanza, y que toma su razón de ser de la angustia que nos produce la incertidumbre ante el futuro, sino igual en una cultura de muerte.