«La gorra nueva» es el título de un elocuente relato corto de Katherine Mansfield, escritora neozelandesa de cuya precipitada desaparición se cumplieron cien años en 2023. Maestra indiscutible del género, fue prodigiosa conocedora, para su edad, de la psicología femenina y masculina (sí, de ambas), de las cuales ofrece ilustradoras pinceladas en sus relatos. Valga como ejemplo el que da nombre a este artículo y cuya lectura (es muy corto y ameno, no se preocupen) me permito recomendar encarecidamente.
Enlazando con ese título, y en base, que quede claro, a mi experiencia vital como observador, voy a narrarles una anécdota de lo más ilustrativa sobre un tipo de conducta exclusivamente achacable a un, diremos (en honor a la verdad), «reducido» número de hombres. Le pese a quien le duela, que lo dudo, y rechazando con una sonrisa cualquier etiqueta feminista, feminóloga, machista o lo que quieran inventar, simplemente, como ya adelanté, en función de lo que veo y vivo, les ofrezco uno de muchos otros posibles ejemplos, más una conclusión que quizás encuentren errónea; juzguen ustedes.
Caminaba yo de vuelta a casa, hace un rato, gorra nueva en mano y ciertas ideas aleteando en mis sesos, cuando me vi en la necesidad de hacer stop y realizar algunas anotaciones en la libreta de turno. Así, ubicando la gorra bajo mi sobaco derecho, logré empuñar mi Bic de punta fina y comencé a garabatear ideas, detenido en mitad de una acera que en ese momento solo pisábamos yo y una pareja de tipos jóvenes, luciendo outfit de currante, los cuales se aproximaban desde unos quince metros por delante de mí, y con los que me crucé segundos después, una vez terminadas mis anotaciones y reanudada la marcha. Cuál no sería mi sorpresa cuando, en la siguiente esquina, a unos ochenta metros de mi posición inicial, descubrí con asombro la ausencia de mi gorra nueva. Inmediatamente di marcha atrás a la película de mi memoria, y comprendí que la pérdida debió de producirse durante la precipitada maniobra de escritura. Efectivamente, después de volver atrás unos metros, pude atisbar la figura de la prenda en cuestión allá en el suelo, en la lejanía. Y mientras me aproximaba a recuperarla, me dio, como suele ocurrir en estos casos, por enfrascarme en un profundo análisis de la jugada (precursor de las siguientes notas). Quizir: es obvio, porque lo es, porque se veía a las claras y no hay duda, que los dos currantes habían sido testigos de la pérdida y que, aun así, continuaron ruta sin dar la mínima voz, el más básico «¡eh, oye, la gorra!», o un simple «¡tschs!», si se quiere. En relación a lo cual afirmaré, en base a lo expuesto (y anteriores anécdotas) y sin entrar, a conciencia al menos, en interpretaciones psicológicas o antropológicas, que ninguna mujer de las por mí conocidas, y llevo como veinte años relacionándome casi en exclusiva con todo tipo de mujeres, que ninguna de ellas, digo, actuaría así. Y lo suelto a priori, como ciega premisa o lo que ustedes gusten: ninguna haría eso.
Yo entendería que un necesitado o una necesitada se hubiera apropiado inmediata y furtivamente de mi gorra. Y en ese contexto podría entender que, siendo mujer u hombre, se hubiese quedado con mi cartera, de haber sido este el objeto perdido. En ambos casos comprendería el fin, la «utilidad» de la acción. Pero aquí falta precisamente eso, acción, y esa carencia de acción carece también de utilidad, a no ser la satisfacción de un componente sádico, un «te vas a joder sin tu gorra», que no lo contemplo, pues no pienso tan mal ni sufro aún tal manía persecutoria. No. Tal actitud evidencia, simple y llanamente, una falta plena de aquello que nuestros mayores solían llamar «urbanidad», un tipo de educación basada en la empatía, una mínima dosis de lo que también venía en llamarse «corazón», algo que a ninguna mujer de las por mí conocidas, llegado el momento, le falta, por muy puñetera que llegue a ser y mucha mala leche que destile. Y si en alguna coyuntura encontré una señora o señorita que participase de similar indolencia, puedo declarar, de nuevo según lo vivido, que aquella actuó, más bien dejó de hacerlo, bajo la presión de un grupo o el influjo de un hombre; en más de una ocasión, de un psicópata de guante blanco y preciosas maneras.
Así me ha salido, y así se lo he contado a ustedes. Y ahora suéltenme un discurso, si así lo desean desde ambas facciones, posturas, especialidades, desde ambos géneros, o desde un género neutro, desde la ignorancia o ganando por goleada a mi «ingenuidad». Lo que quieran. Este es un artículo testimonio y es lo que hay; lo malo es que también es un botón de muestra, la estampa de un «delito menor», de una actitud frente al otro, cuyo calado varía en proporcionalidad según el momento, la situación, el objeto: gorra, cartera, alimento, vida.
A todo el mundo, y a todos/as los/as extremistas analfabetos/as de vida y urbanidad, de izquierdas, derechas y centros, les sugiero que lean a la Mansfield, mujer libre, perspicaz, elocuente, al margen de todo prejuicio y extremismo, de toda época, brillantísima narradora de escenas, que, a su corta edad, allá a principios del siglo XX, ya conocía de sobra a las mujeres y los hombres de todos los tiempos. Ya hubiese yo querido para mí a tal edad su sabiduría, y su maestría a la hora de reflejarla en papel.
Me quito el sombrero; la gorra nueva, en este caso, por la Mansfield y el corazón de todas las mujeres buenas y libres de complejos. No somos iguales, no, hombres y mujeres; al menos las que yo he conocido, y menos mal.