En estos días se celebra el duodécimo aniversario del 11-S, siempre habrá en nuestra mente un antes y un después tras este terrible atentado y los que le siguieron con posterioridad en varios países. Los españoles no olvidaremos jamás la atrocidad del 11-M.
Esto nos hizo darnos cuenta de que ni los países más poderosos son infalibles.
Hace más de 40 años viendo un mar embravecido, me dí cuenta de nuestra vulnerabilidad ante una naturaleza desatada, que nos demuestra en incontables ocasiones que ante ella no hay nada que hacer somos unos seres diminutos e insignificantes, cuando la naturaleza decide demostrarnos su poder: los maremotos, los tsunamis, el despertar de los volcanes, los terremotos, las olas del mar gigantes, las lluvias torrenciales y sus inundaciones, el fuego imparable en nuestros bosques hoy que lo están sufriendo tan duramente en muchos pueblos malagueños. Es como si la naturaleza decidiera de vez en cuando, devolvernos todo el mal que los humanos le causamos, demostrándose que debemos cuidarla.
Hace apenas un año y medio el más pequeño de los seres vivos, un virus: el COVID-19, un bichito de dimensiones tan pequeñas que sólo se puede ver a través del microscopio, a punto ha estado de acabar con todos los seres humanos. Lo que vuelve a demostrar nuestra vulnerabilidad, pero en todos estos casos, no hemos sido capaces de aprender nada. Con razón dice el refrán que “el hombre es el único animal, que tropieza varias veces con la misma piedra”.
Esto debería hacernos reflexionar, hacer que seamos mejores personas, comprender que sólo cuando permanecemos unidos frente a algo somos capaces de sobrevivir. Dejar de hacer de nuestra vida una competición constante por acaparar riqueza o poder, y darle importancia a lo que realmente la tiene: la felicidad del ser humano en su convivencia con los demás. Nada importa si estamos solos y no tenemos con quién compartir nuestros sueños, nuestros logros, nuestras alegrías, necesidades, ni nuestro dolor.