Hace cuarenta años, partiendo del mítico mes de octubre, una ilusión colectiva recorría los territorios de España, centrada en una sola palabra: Cambio. Para que una mayoría social opte por abrir un nuevo periodo se necesita aunarla en unos pocos elementos que sean reconocibles y con los cuales te identifiques. Son los aspectos más sentimentales quienes priman sobre lo intelectual o el análisis político. Eso y la estética que produce los grandes hiperliderazgos; un rostro capaz de simbolizar la esperanza y ese rostro era el de un joven y guapo Felipe González. El programa importaba poco y a estas alturas ni Guerra se acordaría de que decía, pero sí dos ideas-fuerza: la promesa de crear 800000 puestos de trabajo y salida de España de la Otan. Para entonces el famoso desencanto había reducido a la izquierda política, desmovilizado a la sociedad y enterrado la posibilidad de una ruptura democrática. La intelectualidad progresista, mayoritariamente, estaba más ocupada de salir en tele u ocupar un lugar bajo el nuevo sol felipista (lo que sería bodeguilla) que por conseguir la hegemonía cultural de la que hablase Gramsci. En ese contexto conseguir diez millones de votos fue algo lógico y esperable; lo marcado desde el inicio de la transición y que suponía que la izquierda que llegase al poder debía tener una filosofía fundamental: la del príncipe de Lampedusa. Si en Portugal habían tenido que apostar por Mario Soares para frenar los avances de la Revolución de los Claveles, aquí no era necesario.
Por aquella época yo aún no votaba, pero sí pisaba calle y recuerdo que en la sede del Psoe en un barrio gijonés habían engalanado el local con motivos navideños y el icónico retrato del nuevo presidente estaba rodeado de cintas navideñas, de tal modo que parecía el ofrecimiento a un Dios. Quizás se pedía que la nueva etapa cambiase el signo del país. Pero salvo la universalización de la sanidad de Ernest Lluch y poco más, el cambio se convertiría en recambio. Algo más de tres años después, el presidente de gobierno se veía en cierta medida obligado a convocar un referéndum sobre la permanencia de España en la Otan, por un lado la presión social de un potente movimiento pacifista y por otro el cambio de posicionamiento que pasaba del “de entrada No”, a defender su permanencia. En la practica la cuestión iba más allá de pertenecer a una organización militar, era la defensa y gestión de los marcos jurídico- políticos y económicos existentes, frente a quienes mantenían desde una postura crítica a ellos, hasta los que se oponían de una manera más o menos radical. Teniendo en cuenta la abstención de la derecha, lo que se dilucidaba era una ruptura entre dos posturas provenientes de la izquierda. Cualitativamente gano el No que mostró una mayor capacidad de movilización social, cuantitativamente gano el Sí, y lo que cuenta en un proceso electoral son los fríos números.
En la novela Los últimos días de la izquierda, Felipe Alcaraz se plantea desde la ficción, la cruda realidad del momento: “No existe ya la política. Los partidos están hechos fosfatina. Los socialdemócratas son cómplices de los recortes. Los comunistas se han visto reducidos a la antesala de la nada.” La política aceptada como una gestión de lo existente, la tecnocracia, los cambios en los medios de producción y por tanto en la clase obrera tradicional, así como las clases subalternas, el progreso y sibilino avance de valores conservadores y autoritarios, han hecho que la izquierda este en una progresiva decadencia y sea irrelevante políticamente. Y lo es porque como bien plantea Alcaraz en su libro, si no eres alternativa a los modelos existentes, más allá de matices, terminas siendo asumido por la maquinaria política e ideológica dominante. Ni siquiera hace falta que se llame derecha, es el estatus quo, lo normalizado. Cuando se niega el conflicto en virtud de una supuesta paz, consenso, u otros adjetivos parecidos, quien gana es el que domina el conflicto. ¿Cómo es posible que con una fuertísima crisis de régimen, con la corrupción de todas sus estructuras que lleva a algo parecido a un estado fallido, la izquierda no tenga nada que decir, cuando la ruptura democrática debía ser el debate hasta de las derechas democráticas? ¿Cómo ha mutado del prohibido prohibir, a plantear prohibiciones y cancelaciones? ¿Por qué se insiste en hiperliderazgos que se han mostrado como una formula fracasada? Se da la la paradoja de que si algo conserva la izquierda son las luchas intestinas, el sectarismo y el cainismo, que son parte de su historia. ¿Cómo se pueden dar debates tan absurdos y encarnizados como el de la transexualidad? ¿Por qué se acepta como legitima la violencia del poder sin el más mínimo cuestionamiento?
Y así podríamos seguir, porque una de las cuestiones fundamentales es que la izquierda ha perdido la batalla cultural, que es donde emanan las ideas, los valores, pues en una democracia liberal, más que las prohibiciones, es la cultura quien impone el debate de modelos sociales. Y curiosamente la izquierda o buena parte de ella, se ha entregado a la moda del anti-intelectual, eso sí en ocasiones acompañada de viejas estéticas llenas de melancolía. Y es que aceptando la premisa del mal menor, ya no hace camino al andar, se ha apartado de caminar y se dedica unos a vagar sin rumbo, otros a ser parte del sistema.