Lavoisier dijo que la materia “ni se crea ni se destruye: solo se transforma”. ¡Y qué transformación la del homo bildu para meter cabeza en las instituciones del Estado español opresor!
Siguiendo las líneas maestras ya trazadas por Aitor Esteban (con una flema cuasi británica, parafraseando a Pedro Insúa), los batasunis han adoptado un talante pacífico y democrático, al estilo de los lagartos invasores de la popular serie de los 80, “V”. Con una diferencia: en lugar de tragarse ratones, nos hacen tragar –a los demócratas- el sapo de su presencia parlamentaria y de su peso a la hora de conformar mayorías y aprobar presupuestos.
Mientras los medios de izquierda se deshacen en aplausos y halagos, los muertos (y sus familias) rabian de impotencia en el rincón. Y que no se les ocurra explotar en público, que la maquinaria propagandística acudirá presta a tildarlos de “fachas”, “fascistas” o algo peor.
Aunque engañen –convenientemente- a un sector reducido de la población, medios y clase política, a la mayoría resignada no se nos escapa de dónde vienen, quiénes son en realidad y hacia dónde quieren ir. Puede que nunca hayan participado en un secuestro o hayan apretado un gatillo, pero sí se consideran herederos políticos de la lucha etarra, aunque de cara a la galería muestren un tímido discurso pacifista manido y cínico. Prueba inequívoca de ello es el famoso “ni nos vencieron, ni nos domesticaron” que llegó a espetar Oskar Matute en el Congreso.
En el fondo –y en las formas- la transformación de la ETA beligerante en la ETA dialogante no es muy diferente de aquella que protagonizaría Manuel Fraga con su Alianza Popular tras la muerte del dictador y la llegada de la monarquía parlamentaria: ambas evoluciones responden a la necesidad de soltar lastre para perpetuarse y adaptarse a los nuevos tiempos. No hay más que maquiavelismo en todo ello.
Que a nadie le quepa duda: si con la violencia pudieran seguir sacando rédito político, seguirían matando trabajadores inocentes. Pero, en la exhausta España de finales del primer cuarto del siglo XXI, la estrategia ganadora es chantajear al Estado cómodamente desde los asientos del Congreso de los Diputados.