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La mirada de Maximiliano

14 de Marzo de 2024
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gato

Esta columna con la que inauguro mi colaboración en Diario 16, explica el origen de mi “mirada felina”. Mirada curiosa que se asoma a la ventana y se pasea por las azoteas. Mirada que se cuela en museos o domicilios sin hacer ruido. Mirada observadora a la que todo le interesa. El arte, las colecciones, la literatura y la historia son parte fundamental de mis temas. Nada es inventado.

En esta ocasión y, a modo de presentación, vuelo hasta México, país determinante en mi argumentación “felina”. Mi vínculo mexicano es casual, como casi todo en la vida, no así el nombre de mi gato, Maximiliano, tal vez un poco pomposo y solemne para un animal de compañía, pero no más que la presencia de un archiduque austríaco reinando en tierras mexicanas. Eso sí que es exótico.

La historia de Maximiliano de Habsburgo es triste, si bien es cierto que ninguna biografía tiene final feliz, esta es especialmente trágica. La visita al castillo de Chapultepec, su residencia en la capital azteca, me llevó a cuestionarme qué hacía un príncipe europeo convirtiéndose en emperador de México (1864-1867). Un ilustrado con ideas liberales que dominaba varios idiomas (entre ellos el húngaro, el checo o el rumano) y que vivía en una preciosa residencia junto al mar Adriático. Aficionado a la botánica y a la navegación, llegó a México apoyado por Napoleón III, que veía allí un futuro protectorado francés, y por los conservadores mexicanos que pedían ayuda a Europa ante el avance de los Estados Unidos. Cuando dejó de ser útil, el emperador Maximiliano I fue abandonado a su suerte en un país hostil.

Maximiliano de Habsburgo fue víctima de su ingenuidad. Y, tal vez del peso de su apellido. Su hermano Francisco José era el emperador de Austria, su mujer Carlota, hija del rey Leopoldo I de Bélgica y él, que había sido virrey de Lombardía-Véneto, pensó que era el momento de volver a gobernar, sin analizar el complejo contexto político del país al que iba. Intentó ganarse a los mexicanos, aprendió español y quiso a México hasta el momento de su fusilamiento en Querétaro por orden de Benito Juárez. Visto desde mi mentalidad del siglo XXI, y sin tener aspiraciones imperiales, creo que nunca debería de haber dejado ese paraíso de Trieste que era el palacio de Miramar.

Los países deben solucionar los problemas internos por sí mismos. Las imposiciones internacionales no suelen tener éxito, ya que nadie mejor que sus conciudadanos para manejar los resortes de sus respectivos Estados cuya idiosincrasia conocen. Esta “empresa” de Maximiliano estaba destinada al fracaso desde el principio. El monarca y su esposa, la emperatriz Carlota, no sabían a lo que se enfrentaban. Eran extranjeros implantando, con el mejor de los propósitos, medidas sociales, económicas y culturales a la europea. Y solo encontraron la incomprensión.

El fusilamiento del emperador fue una manera de reivindicar la independencia de México ante el mundo. Dickens, Víctor Hugo, la reina Victoria o la reina Isabel II de España pidieron clemencia para el desdichado Maximiliano. Él mismo quiso renunciar a la corona, pero su madre le dijo que no era propio de un Habsburgo abdicar.

Termino por hoy diciendo que México es color, cultura, buena gastronomía y hospitalidad a raudales, y un país tan bello como complejo. Con su recuerdo y el del castillo de Chapultepec (para mí de Maxi) y sus magníficas vistas sobre el valle de Ciudad de México, llegué a España por Navidad. Y Max a mi vida. En un alarde de solemnidad completé su nombre por el de Maximiliano, que procedió a tomar posesión de sus nuevas tierras: mi casa. Negro y suave como el terciopelo, huérfano y devuelto en varias ocasiones a su clínica, ahora reina a su antojo con su mirada, que te atrapa y te envuelve para no dejarte marchar. Él es la mirada felina.

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