Unos ojos brillantes detrás de una mascarilla me saludan. Codo con codo nos saludamos, a una distancia de un metro y medio. Sin poder ver un ápice de sonrisa, ni sentir el calor humano de un abrazo o dos besos en la mejilla. Me siento vacía. ¿Quién hay detrás de esa mirada de mascarilla quirúrgica?
Esta es la nueva normalidad que ha dejado las papeleras llenas de mascarillas de usar y tirar. No sólo hemos tirado mascarillas, el contacto físico y los abrazos se han desvanecido en la pandemia de la piel.
Poder ver la mirada, los gestos, poder sentir a la persona que tenemos delante mediante el tacto y sentir su calor e incluso el olor que desprende es vital para conectar con el otro. No solo verlo, sino sentirlo.
Estamos sobreviviendo sin abrazos. Y digo sobreviviendo porque sin contacto físico natural nos convertimos en humanos llenos de cortisol que están en un estado de alarma constante.
La generación de los sin abrazos está llena de cortisol, que es la hormona encargada del sistema de lucha y huída, que nos proporciona adrenalina suficiente para escapar o luchar contra un león en la sábana o quizás hoy en día la que nos permite buscar opciones si nos hemos dejado la mascarilla en casa y entramos en pánico.
¿Qué pasa si mal vivimos con cortisol en nuestras venas constantemente? Estamos en un estado de alerta constante, de miedo, de ansiedad, estrés. Tenemos la sensación que todo a nuestro alrededor es una amenaza, nos cuesta dormir, nuestro cuerpo deja de lado funciones vitales porque cree que necesita esa energía para salir corriendo y sobrevivir.
No es casualidad que la revista Lancet en un macroestudio a nivel mundial haya llegado a la conclusión que:
- Han aumentado en 129 millones los casos de trastornos mentales, un aumento del 25% en casos debido a la pandemia
- 53,2 millones de casos más de depresión severa
- 76,2 millones de casos más de ansiedad y apunta a las mujeres y a los jóvenes como los principales perjudicados
Nunca pensé que tendría que explicar porque no podemos seguir sin abrazarnos por nuestra salud mental, física y emocional. Detrás de la distancia física hay aislamiento individual. Somos animales sociales, necesitamos estar en comunidad, sentir, ver y tocar a los demás.
Con la mascarilla no distinguimos rostros, con un saludo de codo a codo no sentimos nada. No hay contacto piel con piel y sin contacto perdemos la sensorialidad de conocer al otro, la experiencia táctil desaparece.
El contacto físico no es una comodidad. Es una necesidad vital.
El contacto físico es tan importante para los seres humanos que en las investigaciones sobre el tacto y el contacto se incluye la sorprendente realidad de que ¡la falta de contacto humano puede matar! Y no es en un sentido figurado.
En estudios con bebés que morían en hospicios de todo el mundo a caso del Marasmo en el siglo XIX se observó que la privación de contacto físico les producía a los recién nacidos un estado semejante a la depresión. Los bebés sin contacto dejaban de mantener contacto visual, de alimentarse o comunicarse y al final acababan muriendo. Estos estudios a día de hoy estarían prohibidos por temas éticos.
Está comprobado hoy en día que cuando un bebé recibe caricias y contacto amoroso a través de miradas de ternura, palabras suaves y caricias su cerebro activa los mecanismos necesarios para su crecimiento. En el Hospital Bellevue de Nueva York, gracias a entender la importancia de la afectividad positiva, se cambió la política del centro y cada bebé debía ser cogido, sostenido, tocado y acariciado varias veces al día. La tasa de mortalidad pasó de un 80% a menos de un 10%.
Si las caricias y el amor pueden determinar el estado mental, físico y emocional de un ser humano ¿Cómo es posible que la alarma no haya saltado en la pandemia de la piel que estamos viviendo toda la población?
El distanciamiento físico y social ha traído millones de casos de personas que están sufriendo trastornos mentales. Y los que pueden manejarlo no significa que no tengan consecuencias devastadoras en sus sistemas de supervivencia, un sentimiento permanente de aislamiento y cambios de conducta perjudiciales.
Nuestro cuerpo sin contacto físico entra en alerta, un sistema que está pensado para sobrevivir a una situación puntual y no para ser prolongado en el tiempo. Dos años de pandemia, de estrés y miedo generalizado han promocionado el cortisol en las venas de la población.
Para salir de la supervivencia necesitamos oxitocina que es la hormona estrella de la empatía. Es la encargada de nuestro estado de calma y reposo, de crear el vínculo entre madres e hijos y del enamoramiento en las parejas. La oxitocina nos proporciona seguridad y confort.
La oxitocina reduce la ansiedad, aumenta la curiosidad, mejora la capacidad de aprendizaje, baja la tensión arterial y el ritmo cardíaco, reduce las hormonas del estrés incluido el cortisol.
Todos somos conocedores de la sensación de calma que nos invade cuando alguien nos abraza fuerte y nuestro cuerpo parece reblandecerse, nos sentimos en casa. Sin palabras podemos dejarnos sostener, nos sentimos parte del otro.
Los abrazos, los besos y las caricias de la piel producen oxitocina y son obligatorias para sentirnos humanos, conectados con la comunidad. Sin embargo, el confort no solo viene de aquellos con los que compartimos cuatro paredes.
Las sonrisas, los apretones de manos nos ayudan a entender, nos conectan con otra persona que siente y ve la vida distinta, nos acercan.
Sin abrazos ganamos en estrés, ganamos en miedo. Sin abrazos perdemos en humanidad, perdemos en comprensión y en conexión vital con otros seres humanos.