Traducción de Bryan Vargas Reyes
Los últimos cien años han sido años de intensos conflictos que han dado lugar a innumerables guerras, más allá de las dos guerras mundiales. Las clases y grupos sociales que intervinieron en estos conflictos lo hicieron en nombre de objetivos tan amplios que no permitían una fácil conexión con los individuos concretos que lucharon en estos conflictos y por los que a menudo dieron su vida. Objetivos como el nacionalismo, el internacionalismo, la revolución, el socialismo, la superioridad racial y la misión civilizadora eran la máxima expresión del inconformismo y siempre presuponían cuerpos que, en nombre de tales objetivos, suspenderían su vida normal para luchar contra el statu quo. Muchos millones nunca volverían a la vida normal.
Tal vez menos advertido, este periodo fue también el escenario de otro fenómeno que alcanza hoy proporciones alarmantes: hay individuos que, por diversas razones, no están interesados en luchar contra el statu quo o, si lo están, no tienen las condiciones ni la legitimidad para hacerlo. Les guste o no, tienen que resignarse a las consecuencias de lo que ocurre: el mundo les acontece; no pueden hacer nada para hacerlo acontecer. Ha habido muchos tipos de individuos sometidos a esta condición. Distinguiré cinco por su relevancia en la actualidad: el extraño, el inadaptado, el asimilado, el acedico y el obsoleto.
El extraño
El sociólogo alemán Georg Simmel dedicó un elocuente texto a esta figura. El extraño es alguien que está entre nosotros, pero que no pertenece a la sociedad del mismo modo que "nosotros". Está a la vez cerca y lejos, dentro y fuera. Hay que tratar con él, pero no confiar en él. Simmel demuestra que, históricamente, el comerciante era un extraño, alguien con quien la sociedad tradicional estaba en contacto, pero a quien no le unían lazos estables de parentesco, lugar de nacimiento, ocupación o cultura. Simmel era judío y sabía de lo que hablaba. Se refería exclusivamente a la sociedad europea de su época. El mundo colonial quedaba fuera de su análisis, pero era allí, como nos había advertido Tocqueville, donde podía evaluarse la verdadera dimensión de la extrañeza en la sociedad europea: el colonizado era el extraño paradigmático.
Hoy en día, nuevos tipos de individuos se han sumado a la categoría del extraño, siendo los más importantes los inmigrantes en las sociedades del Norte Global, los trabajadores del Sur Global empleados por las grandes empresas multinacionales del Norte Global y, en todo el mundo, los trabajadores de las aplicaciones, concretamente los repartidores de comida. Dependemos de todas estas personas, a veces intensamente, pero la intensidad de la relación acaba de manera súbita.
La relación entre extraño y prójimo cambia con los cambios en la construcción de las relaciones de extrañeza y cercanía, y ni siquiera cubre todos los matices de las relaciones. Por ejemplo, íntimo es el prójimo más cercano, mientras que el prójimo en el sentido bíblico es el más extraño de los prójimos. Projimidad, extrañeza e intimidad experimentan hoy profundas transformaciones, sobre todo debido al creciente papel de las redes sociales en las relaciones interpersonales. El íntimo puede ser alguien con quien no se comparte más que las palabras y las imágenes que se intercambian en el teléfono móvil. El extraño es alguien a quien el íntimo considera hostil, ininteligible, enemigo, en definitiva, alguien que no pertenece, aunque se le necesite. La mayor extrañeza se produce cuando sus servicios ni siquiera se consideran necesarios porque los prestan nuevos allegados, lo que las redes sociales permiten de forma casi instantánea.
El inadaptado
La cuestión de la inadaptación a la sociedad industrial fue uno de los grandes temas de las primeras décadas del siglo XX en Europa y Estados Unidos. Muchos recordarán la película de Charlie Chaplin Les Temps Modernes. La sociedad industrial trajo consigo una enorme aceleración de la vida social a todos los niveles, no sólo en el trabajo industrial, sino también en la movilidad, las relaciones interpersonales, las formas de convivir, comer, hablar, pasear y amar. Este problema suscitó apasionadas discusiones y surgieron dos posturas principales. Según algunos, la naturaleza humana no era muy flexible y la aceleración industrial significaba tal violencia para el metabolismo físico-psíquico de las personas que tarde o temprano las consecuencias serían evidentes, tanto interpersonal como socialmente. La propia democracia acabaría sufriendo. Según otros, la naturaleza humana era infinitamente plástica y se adaptaría fácilmente a los nuevos ritmos. Al fin y al cabo, los Juegos Olímpicos eran la prueba de que el ser humano era capaz de superar todos los límites que antes se consideraban insuperables. No era un tema sencillo e implicaba profundas cuestiones filosóficas con un claro impacto político cuestiones sobre la naturaleza humana y el futuri de le democracia. En Estados Unidos, el debate entre Walter Lippman y John Dewey resumió bien las dos cuestiones fundamentales: la naturaleza del ser humano y la función social de la democracia. Escribiendo en 1922 sobre las nuevas barreras -principalmente los medios de comunicación- que impiden a los ciudadanos acceder a la verdad, Lippman criticaba las "censuras artificiales, las limitaciones del contacto social, el tiempo comparativamente escaso de que se dispone cada día para prestar atención a los asuntos públicos, la distorsión que se produce al tener que comprimir los acontecimientos en mensajes muy breves y la dificultad de hacer que un vocabulario reducido exprese un mundo complicado". Básicamente de acuerdo en el diagnóstico, Dewey se opuso a que la confianza en los expertos compensara las incapacidades e irracionalidades de la naturaleza humana. Según el la solución estaba en la fuerza de la inteligencia colectiva y reflexiva y en el proyecto de construir formas más profundas de democracia participativa.
Mientras se desarrollaba el debate, la sociedad estadounidense cambiaba rápidamente y, en medio de profundas crisis como la Gran Depresión, dejaba atrás a todos aquellos que no pudieron adaptarse a los tiempos modernos. Las uvas de la ira, de John Steinbeck, es un claro testimonio del trauma interno que se produjo bajo la abrumadora consigna del progreso. Los inadaptados cayeron en el olvido y sólo resurgieron en la lucha por los derechos civiles del pueblo afroamericano, en la oposición a la guerra de Vietnam y en la cultura hippie de los años sesenta.
El movimiento hippie fue la contracultura de los inadaptados; contra la guerra y la competitividad, los hippies esgrimían la paz y el amor. Pero también fueron la expresión de una derrota histórica. La versión de la infinita ductilidad de la naturaleza humana había triunfado y ellos no eran más que un grito marginal, cuyo tono subversivo original acabaría siendo cooptado, convirtiéndose en una línea de producción más para la emergente industria del entretenimiento. Este, por cierto, no fue el final del síndrome de inadaptación, sino su transformación de movimiento político-cultural en problema psicológico. Los inadaptados solventes llenan ahora las consultas de psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas. Los demás llenan las cárceles, los centros de recuperación de toxicómanos y las calles de indigentes y de los sin techo. No están necesariamente resignados al mundo en que viven, pero no imaginan rebelarse porque no tienen fuerzas para hacerlo, porque ni siquiera saben en qué otro mundo posible hacerlo, o porque tienen un miedo paralizante, sabiendo el precio que se paga hoy por ser inconformista.
El asimilado
La categoría de asimilado tiene orígenes coloniales y se inventó para designar a ese pequeño grupo de personas colonizadas que, mediante la educación colonial, abandonaban (y rechazaban) la "cultura salvaje" que les habían transmitido sus antepasados, aprendían la lengua, la cultura y las formas de convivencia coloniales y se comportaban (en apariencia, al menos) como si dieran por sentada la relación de dominación colonial. Por definición, el asimilado no era lo mismo que el colono. Eran una categoría intermedia entre el “salvaje” y el “europeo civilizado”. Tenían ciertos derechos, siempre que se ajustaran al statu quo colonial. Con la independencia de las colonias, esta categoría desapareció. Pero de alguna manera ha resurgido bajo otras formas, tanto en el Sur global como en el Norte global.
En el Sur global, está formada por las clases medias globalizadas emergentes para las que la cultura tradicional o ancestral rige los rituales especiales de la vida colectiva (bodas, funerales), pero no mucho más. Que no se rijan por la cultura ancestral no significa que no la conozcan y la valoren. Sólo piensan que no está en consonancia con la "vida urbana moderna", es decir, con la occidentalización. En este caso, la asimilación es un fenómeno muy complejo porque contiene un sano elemento de rebelión contra las élites que invocan la cultura tradicional para encubrir su corrupción, su incompetencia y sus privilegios. El segundo caso de asimilación es el de los inmigrantes del Norte global que pierden o rechazan sus culturas originales para adaptarse mejor a una sociedad que saben que les es hostil y que hará cualquier cosa por rechazarlos. En este caso, la asimilación es la forma de conformismo psicológicamente más tolerable.
El acédico
El monje Juan Casiano, escribiendo en el siglo V a.C., fue el primero en llamar la atención sobre la condición psicológica de muchos monjes en Palestina, Siria y Egipto en los primeros tiempos del cristianismo, una condición que él llamó acedia (del griego: akedia, indiferencia, ausencia de atención). Se trataba de un estado de letargo permanente, incapacidad para concentrarse en el estudio o el culto, agotamiento mental y espiritual, apatía, melancolía, torpor, dispersión o pérdida del pensamiento (la peruagatio cogitacionum de la retórica medieval). Evagrius Ponticus llamaba a la acedia el "demonio del mediodía", porque era a mediodía cuando los monjes se mostraban más inquietos en sus celdas, el día parecía durar cincuenta horas y sus vidas parecían carecer de sentido. Casiano atribuyó la acedia a las condiciones monásticas de aislamiento social, confinamiento espacial y silencio monástico, una enorme privación que contrastaba con la inmensa tarea de acercarse a Dios. Más tarde, la acedia se convirtió en uno de los siete pecados capitales, la pereza. El acédico es el individuo indiferente, no por elección cínica, sino por un profundo sentimiento de incapacidad para transformar el mundo. Es fácil asimilar la acedia al agotamiento, al burnout a la depresión, igual que en una época anterior se asimiló al ennui o al Weltschmerz. Pero la acedia es más que eso. Es un intento de las llamadas generaciones post-baby boomers (nacidas entre 1945 y 1964), es decir, la generación de los millennials (nacidos entre enero de 1983 y diciembre de 1994) y la generación Z (nacidos entre enero de 1995 y diciembre de 2003) de adaptarse a un mundo desproporcionado e incluso absurdo, cuya irracionalidad, especialmente en términos ecológicos, se experimenta de forma tan dramática como la incapacidad de luchar contra ella.
Las nuevas generaciones no llegan a la edad adulta con la misma rapidez que sus padres ni con las mismas certezas. La humanidad ya no es vivible en abstracto, la precariedad laboral pesa (a veces mucho, a veces poco) en sus decisiones y la inversión en educación no garantiza el tipo de beneficios que solía (seguridad laboral y profesional). Existe un deseo de dar sentido a la vida en la medida exacta en que este deseo coincide con la capacidad de transformarla. Esta capacidad tiene una escala personal e interpersonal. La identidad es una forma de pertenencia que, al estar naturalizada (género, raza), es más fácil de obtener y movilizar. Lo importante no es transformar el mundo, sino eliminar enemigos para que la pertenencia sea más reconocible. El conformismo nace de la renuncia a ir a las raíces de la dominación. Consensos fáciles para victorias fáciles.
El obsoleto
Este vector del conformismo es el más reciente y procede del desarrollo de la llamada inteligencia artificial (IA). La IA se refiere a máquinas que realizan tareas cognitivas, como pensar, comprender, resolver problemas y tomar decisiones, basándose en sistemas de aprendizaje que no están explícitamente programados. El elemento clave es la abundancia de datos (big data) y los algoritmos que se desarrollan a partir de ellos. La automatización de tareas que hoy dan empleo a los humanos es la dimensión más conocida de las transformaciones que se están produciendo bajo el impacto de la IA generativa, es decir, aquella que aprende y se corrige a sí misma de formas inimaginables para los humanos (deep learning). Aspectos como el empleo, la política, el amor, la religión, la economía, el arte, la comunicación, la creatividad, la actividad sexual, es decir, la vida en general, podrían decidirse mañana por medios no humanos.
Mientras que la revolución industrial creó el problema de la inadaptación humana, la revolución de la IA crea el problema de la obsolescencia humana. Si los humanos nos quedamos obsoletos, el problema ya no se refiere al conformismo/inconformismo, sino a la funcionalidad/disfuncionalidad. Lo disfuncional no es inconformista; es ruido desechado. Hay quien piensa que el inconformismo puede ser reinventado por la IA, pero nadie puede garantizar el sentido ético o político del inconformismo. Tanto es así que el inconformismo puede orientarse hacia la destrucción de la especie humana.
Cuando hoy se atribuyen los distintos tipos psicosociales de conformismo al fracaso del pensamiento crítico, hay que reflexionar sobre si no fue el pensamiento occidental moderno (crítico y no crítico) el que fracasó al escindir los vínculos que unían tres modos fundamentales de existencia: el cuerpo, la ética y la trascendencia.