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La utilización corrupta de dignidad

08 de Junio de 2021
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Corrupcion3

La dignidad conlleva objetivamente tres tipos de merecimiento: Uno, ontológico (el merecimiento “como persona”, no como gusano o perro); otro, de la aplicación por igual de unas ineludibles reglas éticas (es decir, el no desmerecer por cuestiones de raza, de ideología, de sentimiento, de sexo, etc.); y, por último, el merecimiento que corresponde a lo que se hace con una responsabilidad y, sobre todo, con esfuerzo (éste es una compensación o una premiación, el no descuido de un mérito porque se ha demostrado un hacer o unos hechos beneficiosos para la sociedad).

Ya, subjetivamente, porque depende de apreciaciones muy personales o de corporativismos, está el merecimiento a lo que se dice, por cuanto sea de elogio o de denigración, por cuanto sea de alineación chovinista o de simple convicción personal o independiente (de particular libertad de expresión).
Claro, en éste al modo subjetivo todo el mundo “es muy suyo” a la hora de dictaminarlo; puesto que ese decir X a unos no les afecta y a otros sí (y, en un contexto de un sólo país, se delibera de una u otra forma según un procedimiento consuetudinario o según unas alusiones directas a favor o en contra del honor de alguien), por multitud de concepciones de lo que cada uno considera una ofensa.


Sin embargo, siendo necesario, por convenciones o por una unanimidad internacional en defensa de unos derechos humanos, ya se ha logrado que sea más objetivo (en el sentido de imparcialidad y de ser común) con la determinación de que un decir, cualquiera, no puede ser nunca una apología del terror, de la persecución o... del quebrantamiento de las leyes. Pero, aparte de esto, todo decir es una vinculación a lo que siente o piensa cualquier ser humano, en su necesidad existencial.

Dicho eso, de la dignidad todos quieren hablar porque, para el merecimiento, todos están disponibles sin alguna demora o indiferencia (ahí se les pone en juego la “felicidad”), con el poder de las influencias o recursos que tengan, por mero orgullo, sí, por mero egoísmo que es propio en mayor o menor medida de todos.
Así que, todo dictador, habla de dignidad; cualquier político, habla de dignidad; tal o cual magnate, habla ("a bla bla") de dignidad, con desproporción infumable a veces.
Y es infinita al pedirse. El que tiene el merecimiento A, quiere el B; el que tiene los merecimientos A y B, quiere el C; y el que tiene los de la A a la Z, quiere el omega.

También, existen los merecimientos justos con respecto al parecer de unos cuantos o no; porque se pueden elaborar artificialmente, por el marketing, por la influencia, por la interesada recomendación, por una estrategia política por alcanzar el poder, porque es útil para un “hacer dinero”, para un fortalecer una competencia ideológica, etc. o porque calla o consiente tales injusticias o manipulaciones beneficiosas para algunos.

Pero, ocurre, que el que tiene un 96 por ciento de los merecimientos posibles o que puede lograr, por una u otra razón o porque se los ha concedido la maquinaria de un poder, habla de que el merecimiento número nueve mil quinientos cincuenta y uno se lo han pisoteado, sí; y es entonces, por ello, que mueve una y otra vez los hilos de sus aliados, de sus recursos y protecciones, con un “a por todas”, e imagina una situación intolerable (indignante para él): ¡le han pisoteado el merecimiento número nueve mil quinientos cincuenta y uno! Sí, y a rescatarlo va, él, ya que tiene tanta protección.

En fin, por mi parte siempre he sostenido que la dignidad, para únicamente comprenderla, tiene también “su dignidad” porque no “le tomen el pelo”, o sea, su razón de ser, su equidad o su honor propio.
La dignidad sólo digna de ser rescatable es la del merecimiento número tres de la digna mujer que aún no tiene un 30 por ciento de sus merecimientos.

No vale decir “tengo derecho (ético) a tener un chalé” teniendo ya dos, ni el decir a lo fácil “no tengo derecho a ese insulto” cuando tú tienes, sí, miles de recursos “ya merecidos pero indignantes” que te van a proteger.
En cambio, yo siempre hablo de una dignidad imprescindible o esencial para la misma dignidad del ser humano, que es la no protegida. La que aún es lucha por lo poco que debía de haber tenido a principios de su vida; la que aún es lucha por al menos un poco de reconocimiento a los cientos de hechos beneficiosos en algo; la que aún es lucha porque le sea al fin válido un esfuerzo racional como lo es en otro; la que se ha tomado tantas molestias contraveniendo a un inmovilismo o a tradición injusta (y... ¡cuánta desprotección!).

¿Quién?, ¿quién defiende la dignidad de la salud de un indígena no contaminando con su coche el aire que él respira, o no usando la madera que le llega desde sus bosques que se talan? Porque esa dignidad no protegida es la única merecedora de lo mínimo digno, de que por poco cuente dignamente. He ahí que existe, por igual, una utilización corrupta del respeto hacia todo o hacia los demás.
No me gusta el poder o los poderes que logran (o imponen) lo... máximo digno de ellos “a un máximo privilegio”; pues ¡es eso inmoral!

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