Los dueños del poder mundial seguían inmersos en su inhumana tarea de fabricar armas, acumular montañas de dinero, esclavizar a la mitad de la humanidad y ejecutar a los rebeldes que se atrevían a resistir. Invasiones, destrucción y muertes a lo largo y a lo ancho del planeta. De pronto, el poder de los humanos cambió abruptamente de manos. Y, como diría el Principito, lo esencial fue invisible a los ojos. Y así comenzó un nuevo genocidio. Sin misiles ni aviones ni buques ni armas ni generales ni soldados. El blanco elegido sólo fueron los humanos sin distinción de territorios ni de clases ni de raza ni de religión. Los edificios, los monumentos, los puentes y las carreteras seguían en su lugar como si en el devastador ataque se hubiesen arrojado bombas de neutrones. Mientras escribimos estas líneas, los nuevos dueños de nuestras vidas siguen su marcha sembrando cadáveres y obligando a los sobrevivientes a abrir fosas colectivas. Muertos sin nombre, sin historia. El asombro, la impotencia, el miedo a la muerte y la incertidumbre se apoderan de quienes seguimos de pie. Mientras tanto, la tierra purifica sus pulmones, los mares, los ríos y los lagos se tornan más cristalinos, los peces se multiplican, la frondosa vegetación de selvas y bosques rejuvenece, en las copas de los árboles los pájaros vuelven a cantar sus bellas melodías y las abejas retornan a las flores. Mientras tanto, una pregunta sin respuesta se ha hecho carne en los que aún sobrevivimos a la hecatombe: ¿Quién ganará esta batalla? ¿La vida o la muerte?
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