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Las loterías

21 de Diciembre de 2016
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Esta semana se acabará la tristeza, dicen muchos esperando que la lotería les resuelva la vida o, al menos, algunos agobios. Las administraciones están llenas, hay colas por todos los lados y casi nadie puede decir que no lleve un décimo o alguna participación en el bolsillo. Y digo casi porque hace unos días conocí a uno que aseveró, a pesar de que todos sus compañeros compraban una participación de un número concreto que se les ofrecía, todos la misma cantidad, que él no quería, que no jugaba nunca. Fue una manifestación tan contundente que todos nos miramos y nadie osó preguntar el por qué de semejante actitud, tan contraria a los usos y costumbres más arraigados en estas fechas.

Cuando nos dispersamos, unos manifestaron que igual es que tenía de todo, o sea, que nadaba en la abundancia y pasaba ya de amasar más y de pagar a Hacienda, encima. Otros, que era raro, un anticapitalista feroz que prefería cualquier cosa a doblegarse ante el vil metal en cualquiera de sus formas. Unas que ni uno ni otro, que no era partidario de las apuestas, sin más y llamaron retorcidos al resto. Y otro, siempre a la contra, con mucha gracia, sostuvo que era un digno, de los pocos que quedaba en la Península, una raza en extinción como el lince ibérico. Y, añadió, él iba a seguir su ejemplo y el próximo año dejaría de adquirir lotería por siempre jamás.

En ese punto, todos nos olvidamos del protagonista principal y empezamos a interrogar a este secundario, buen amigo, que se había convertido en centro de atención. Unos le preguntamos que porqué lo dejaba para el año próximo. A lo que nos contestó que este año estaba a tope, había comprado tanta lotería que le salía por las orejas y no era el caso empezar ahora que ya estaba el sorteo en puertas.

Otro argumentaba que hay demasiados que no tienen casi de nada y ven en esto una posibilidad de salir adelante o de vivir con algo más de holgura. Y nada malo hay en ello, a nadie le amarga un dulce. Y él contestó que conocía a un agricultor, con pocos recursos, que obtuvo un premio y acabó de ludópata perdiendo lo que ganó y lo que no ganó. Que el juego es siempre perverso, vamos.

Los más conciliadores apuntaban que no hay que sacar tampoco las cosas de quicio, es una ilusión más, como los Reyes Magos, una cosa ya folklórica. Y él insistió en que ya no teníamos edad para el timo, así lo llamo, de los Reyes Magos, que ya estamos creciditos para estas memeces.

Otros, ya un poquito moscas, le preguntaron qué narices tiene que ver la dignidad con esto y aquí contestó, ya en su papel de digno de primera categoría, que uno debe conformarse con lo que adquiere fruto de su esfuerzo y no aspirar a más. A esto se le indicó que también los que heredan acaban poseyendo algo gratuitamente y en esta pregunta había algo de mala baba porque el interlocutor sabía, lo sabíamos todos, que el “digno” era hijo de un empresario de postín, e hijo único, y antes o después palmaría y heredaría. Pero no se inmutó, para él eran cosas distintas porque en las herencias alguien ha hecho algo en algún momento y lo adecuado es que su familia o quien él quiera puedan disfrutarlo. Aquí ya la cosa se empezó a torcer algo porque algunos ni creían en la propiedad privada ni en la herencia y a punto estuvo la cosa de torcerse de verdad. El tono empezó a subir “ todo por la maldita lotería”, dijo uno y pidió calma.

Al final y para serenar los ánimos, el pacificador tuvo la idea de encaminarnos a todos a un bar próximo a tomar algo. El camarero empezó a preguntar y aquí hubo unanimidad: todos cerveza, cañitas frescas, a pesar del frío. El camarero las ponía con lentitud porque el digno le había exigido que las “tirara” bien y con espumita. Mientras, nos frotábamos las manos, muertos de frío. Cuando ya todos brindábamos, amigos otra vez, para desearnos buenas fiestas, el camarero nos indicó que las pasaríamos mejor si nos tocaba la lotería. Y nos ofreció un décimo precioso capicúa y terminado en 16 como el año que está a punto de acabar. El digno, dejó la jarra de cerveza con brío sobre la barra, tanto que se salió un poco de espuma. Todos pensamos que iba a mandarlo al cuerno, pero le sonrió y le dijo que compraba siete décimos, uno para cada uno, él incluido y que invitaba él. Y a la ronda, también.

Así que, conscientes de las múltiples contradicciones del ser humano, nos fuimos a casa tan contentos todos y quedamos en llamarnos el día 22 y salir a celebrarlo, si había suerte.

 
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