Felicidad y libertad son conceptos muy bonitos y escurridizos sobrevalorados por el común de los mortales que en boca de la demagogia política pueden movilizar a las masas hacia cualquier distopía de corte fascista o totalitario.
Son palabras positivas que tienen buena prensa y hacen las delicias de nuestra mente abierta a sensaciones placenteras y agradables. Hablar de libertad y felicidad vende lo que sea, un proyecto, una idea, una expectativa, una ilusión, un producto, un sistema político. Entran en el cerebro colectivo e individual sin previo aviso, de modo familiar y acrítico. No pagan peaje intelectual y se las ama porque sí: nadie les pregunta acerca de sus credenciales ni por qué vienen, ni qué pretenden, ni adónde van. Son lo que son, tautologías que se definen a sí mismas en el mero hecho de nombrarlas.
De una persona amarrada por una cadena a un poste de hierro o muro de hormigón diríamos que no es libre, incluso nos atreveríamos a añadir que no es feliz. En el mundo de hoy, salvo excepciones, la inmensa mayoría estamos sujetos a la precariedad vital y el contexto sociopolítico, económico e ideológico de la globalidad neoliberal, sin ataduras tangibles, pero sí con cadenas invisibles que alteran la libertad y la felicidad genuinas.
Esas cadenas no se ven, ni se palpan, ni se sienten como tales. Vivimos en un mundo libre y feliz porque así lo dicta la publicidad capitalista. Es una felicidad en libertad o viceversa autorreferencial, que no precisa de análisis objetivos dado que el imperio del yo alienado es la subjetividad del idiota que habita y vive la normalidad de las sociedades contemporáneas.
Según el existencialismo, todas las personas estamos obligadas a ser libres, siempre elegimos incluso no eligiendo nada. Es evidente y ovbio que esta definición es un sofisma monumental. Libertad no se reduce a elegir en el aire metafísico sino a elegir en un contexto donde las posibilidades de elección me permitan hacerlo con dignidad humana.
Para Albert Camus, el único asunto filosófico de verdad era el suicidio: elección trascendental entre la vida y la muerte. Todo muy formal y teórico. ¿Es libre aquella persona que ante un desahucio y sin futuro a la vista se tira por el balcón de su casa? ¿Es libre la clase trabajadora obligada a encontrar cualquier empleo para subsistir?
Intuitivamente, sabemos que podría ser la libertad y qué no. Al igual que la felicidad. Sin embargo, no estamos ante conceptos absolutos y cerrados: felicidad y libertad se van haciendo en el conflicto social y están en permanente movimiento. Por tanto, no son, se van haciendo. Y deshaciendo, por descontado.
Buena vida es aquella que nos permite desarrollar nuestras inquietudes en un medio social solidario y seguro, donde prime la igualdad y el respeto mutuo. Cabría decir al modo clásico que es un espacio donde el ser humano es un fin y no un medio para explotación de terceros. En ese contexto sí pueden echar raíces la libertad y la felicidad, eso sí, mimándolas y regándolas asiduamente.
El sistema capitalista vende ideología de libertad y felicidad a raudales pero nos quiere insatisfechos y dentro de la pura necesidad. Insatisfechos nos obliga a comprar compulsivamente paera mantener a flote la rueda cíclica del consumismo y en cueros materiales nos obliga a vender nuestra fuerza de trabajo al mejor postor y en condiciones siempre precarias.
La lucha entre la emoción y la razón que inauguró la posmodernidad no es una batalla baladí. Viene de lejos que la razón sea denostada por los (ultra) liberalismos académicos adosados al poder. Es evidente que con la sola razón nadie puede vivirse bien ni habitar el mundo coherentemente. Toda razón objetiva y analítica requiere del concurso de la subjetividad emocional y de los sentimientos humanos. Es algo más que evidente. Nadie en su sano juicio llama a la racionalidad como un todo dogmático.
Sucede que el capitalismo necesita desprestigiar a la razón para que la gente no se detenga a pensar sobre las condiciones materiales de su vida ni sobre las relaciones de poder que sustentan la estructura invisible del sistema económico e ideológico de las sociedades actuales. De ahí que prime la emoción inmediata y jovial o la inteligencia emocional del marketing de los negocios y del hazlo tú mismo.
Las emociones son más guays que la adusta razón. Pensar cuesta y emocionarse tiene réditos inmediatos: una nueva experiencia, un sabor, un aroma, una textura, el vértigo de dejarse llevar por el instante sin objetivos ni metas preconcebidas.
Disfrutar de la vida es emocionante. Transformar el mundo cuesta mucho. Es razonable, pues, que nos echemos en manos del placer inmediato y que dejemos sine die eso de un mundo mejor. Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.
¿Somos libres y felices en ese universo de sensaciones superficiales carpe diem? Muchísima gente diría que sí. Diría como el personaje interpretado por John Derek en la película Llamad a alguna puerta, dirigida por Nicholas Ray y protagonizada por Bogart, “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver.”
La posmodernidad ramplona de alguna filosofía francesa low cost adoptada por Silicon Valley a finales del siglo XX nos dice que ya no hay grandes relatos y que el único relato real y posible eres tú, es decir, yo, cualquiera en terminología de Ranciere, el yo que acumula experiencias por doquier sin compromiso con nada ni con nadie. Resulta curioso observar como la posmodernidad se ajusta como anillo ideológico perfecto al dedo político del neoliberalismo de las últimas décadas.
La felicidad y la libertad solo te compete a ti mismo/a. Tú eres todo, o sea, yo, es decir, cualquiera. Más allá del yo está lo que debes evitar a toda costa, el compromiso social y político, los otros, la solidaridad, el esfuerzo colectivo.
Y de esta manera tan tonta e invisible, llegamos derechitos al fantasma de los fascismos de la actualidad. La relajación social y la búsqueda de experiencias instantáneas ha roto los lazos sociales y nos damos cuenta que estamos aislados en las alturas de una nube sin ataduras a nada sólido. No paramos de reirnos y de volar, pero nos damos cuenta que el trompazo es inminente. Precisamos de asideros con urgencia, un algo donde cogernos para mitigar el duro suelo de la realidad.
La izquierda transformadora hace lo que puede aunque pueda poco. La gente ha consumido baratijas de felicidad y fruslerías de libertad y ahora repara en que abajo solo hay vacío. Necesita creer en algo, comprar lo que sea para restaurar la autoestima gravemente dañada por el neoliberalismo voraz.
Si antes compraba libertad y felicidad de saldo ahora quiere un antídoto similar, de bajo coste y fácil de consumir. La gente está acostumbrada a lo fácil. No pensar. Remedios urgentes e inmediatos. Compra Trump. Compra Milei. Compra Ayuso. Compra fascismo.
El caso es comprar. Si la gente compra, tout va bien. Libertad y felicidad se han convertido en meros objetos de consumo. ¿Hay vuelta atrás? ¿Hay salida viable al neoliberalismo?