La inquisición tuvo una de sus bases en la influencia que tenían sus prácticas y creencias entre la gente y no solo en el miedo y el terror que producían. La quema de brujas era algo de lo que participaba la población, incluso de donde salían buena parte de las denuncias, de las señalaciones con el dedo. Las plazas se llenaban para asistir a ejecuciones públicas. La barbarie ha convivido a menudo, con la normalidad de las mayorías sociales.
La lucha por las libertades y otros derechos, ha sido a menudo cuestión de minorías, de vanguardias, de disidentes y visionarios, que no dudaron de ir a contracorriente de lo establecido socialmente. Como analizó Foucault el poder son una multitud de micropoderes, donde la biopolítica es esencial. En esa biopolítica el ser humano es ante todo un ser social, necesita de la sociedad, aunque sea de una minoría con la cual se identifique, para expresarse, para exponer sus propuestas, ideas, creencias… La teoría dice que en las democracias liberales el pluralismo político, social, cultural, garantiza esas posibilidades, pero en la práctica la cuestión no es tan simple y los últimos tiempos vienen marcados por las incertidumbres de unas democracias cansadas y en crisis.
Se establece un status quo dominante, que una mayoría o una buena parte de la población socializa agresivamente en su defensa; se sigue aplaudiendo la quema de brujas, aunque sea ante una pantalla o con un teléfono móvil.
Señala la catedrática Adela Cortina de la dificultad de censurar, un texto, una representación o un objeto artístico, que puede ser eficaz en el corto plazo, pero contraproducente con el tiempo, pues lo prohibido adquiere un carácter mítico: “De ahí que en las democracias el método más eficaz para borrar de la escena pública relatos o propuestas consista en forzar la autocensura de las víctimas, pero no de cualquier modo, sino por medio de un mecanismo sutil y efectivo, entrañado en la naturaleza de nuestro ser social, que es el temor al rechazo de la opinión pública.”
Así, quien no quiera ser excluido, sabe que no debe salirse de la norma establecida, algo que no tiene un marco determinado, pero que todo el mundo percibe y sabe que está ahí. Quien difiera de lo establecido, se encontrará con el linchamiento, si su voz tiene la suficiente fuerza o con el silencio si no latiene. El miedo a no existir socialmente, que puede llegar a la muerte civil, es una amenaza grave, pero lo es aún más, cuando la persona puede ser destruida en sus aspectos íntimos y personales. Las llamadas cancelaciones se están convirtiendo en una nueva forma de caza de brujas. No es ya el manido concepto de lo “políticamente correcto” que termina por utilizarse para todo, incluso para dar carta de naturaleza a las posiciones más reaccionarias y en muchos casos para la chabacanería.
Aunque legalmente no tenga consecuencias, se necesita mucho aliento para ir a contracorriente, pues el estigma social, la negación de la persona en cualquier faceta por un determinado posicionamiento crítico o simplemente distinto, adquiere cada vez más, formas totalitarias que no tienen una responsabilidad concreta, ni anidan en ningún ministerio, que se basan en una hegemonía cuyo dominio parece devenir por una suerte de divinidad. La mejor propaganda de un régimen que anule el pensamiento crítico, es aquella que la población asume como parte suya, que la llega incluso a convertir en idiosincrasia.
Vivimos en un proceso de fascistización social, blanqueado y hierático, que alcanza a todo tipo de sectores, incluidos algunos que se visten de progresismo. Y es uno de los que está sembrando el terreno para el fascismo político.