Los librepensadores somos todos autosexuales por habernos convertido en el primer amor de nuestra vida.
Me gustan las mujeres todo el tiempo y alguna vez el falo de los hombres.
No temo mis masturbaciones aunque me conduzcan al hambre o a la suegra más hostil imaginada.
Pero nunca copulo para no enamorar a mis amantes —¿quién habría de ir al cielo si le llevara el Diablo de la mano?—.
Heredé de los escarabajos un modo de besar a las mujeres y heredé de mis hijos el honor de recordarlas y padezco de acidez desde que vi a mi propia sombra acostándose con otra y se me pudren los tobillos desde que soporto el universo con mi falo.
Nunca me enamoré de una mujer que se haya enamorado sólo de sí misma.
Me abrí la cabeza y, desde entonces, guardo en ella lo que me place.
En España todo pensamiento es público desde que instalaron un micrófono bajo los mendigos de las plazas y hasta las luciérnagas se postran para pedir perdón cuando se encienden.
Sólo callo si antes hablo —sólo los mudos sueñan con poder callarse—.
Me quito las pelusas del ombligo, las ensobro y envío al Defensor del Pueblo.
Somos valientes en lo intrascendente, lo trascendente hace tiempo que nos acobarda a todos.
Somos la colcha de un bebé que se ha meado.
Somos corona de claveles, paloma de rosas blancas; palma, cruz y corazón de crisantemos; centro y almohadón de rosas; corona o palpitar silvestre; —flores todas para el duelo—.
La inteligencia de los españoles continúa en el exilio.
Toda mayoría causa espanto y toda minoría me desilusiona.
Yo soy mi honor y mi sonrojo, heredero de la farsa civilizada, certidumbre a cambio de tragarme la saliva.
En España todas las personas son prescindibles menos yo.
Yo soy, de las injurias, la que conoce el sabor real de los idiotas.