Eran las cuatro de la mañana y no había ni rastro de Juanín el Comemierda (el apodo se lo habían puesto con apenas tres años cuando se metía puñados de tierra en la boca como si fuera el mejor manjar). No era la primera vez que les dejaba tirados en las fiestas de un pueblo. Ni tampoco sería la última. Juanín, el Comemierda, era muy de eso. Con un padre que se dedicaba a la compraventa de chatarra y aperos de labranza y muebles de pueblo viejos, que en la ciudad llamaban antigüedades, el Comemierda como le conocían en el pueblo, era el único que disponía de una vieja furgoneta con la que desplazarse a su libre albedrío. A su padre no le hacía mucha gracia, pero dejaba que se la llevase de fiesta. Luego, Juanín, quedaba con hasta seis chavales del pueblo a los que cobraba veinticinco pesetas por el gasto de gasóleo. Para él, el negocio era redondo. Sacaba ciento cincuenta pesetas por llevar a sus «colegas», le echaba sesenta en gasoil al viejo cacharro y aún le quedaban otras noventa para pagarse un par de cubatas. Luego, si le salía algún ligue, se iba sin avisar dejando tirados a sus pasajeros que tenían que buscarse la vida para volver a casa.
Era la forma de ser del Comemierda. Unos de los pocos a los que el apodo de niño le había caído como una cadena perpetua. Su comportamiento como ser humano dejaba mucho que desear y no tenía amigos, sólo adláteres interesados. Sus seguidores estaban uncidos a él por el interés de tener un vehículo que les acercara a las fiestas de los pueblos, que les llevara el domingo a la discoteca de la comarca o que simplemente les sacara de la monotonía de un pueblo donde la diversión más «emocionante» era meter mierda de gallina en un bote con ascuas incandescentes, al que previamente se le había horadado unos cuantos agujeros en la base para poder soplar y avivar la lumbre, y arrimarlo a una ventana, preferiblemente abierta o sin cristal o a una gatera para que el insoportable olor llegara a los que estaban dentro de la casa y tuvieran que salir de allí a la carrera abriendo todas las puertas y las ventanas para ventilar la casa. Poder salir de fiesta era un lujo en una época en la que los coches privados eran escasos y al alcance de muy pocos. Por eso, Juanín, muchas veces dejaba de ser el Comemierda para ser el «amigo» que te saca del pueblo, te lleva a las verbenas y te trae a casa, la mayoría de las veces, aunque para ello, tuvieran que pagar el viaje casi al precio de un taxi.
Pero el dejar tirados a sus colegas, no era la única maldad del Comemierda. Con doce años, se llevó a uno de sus incautos amigos al almacén dónde su padre guardaba aquellas cosas roñosas y viejas que tanto parecían gustar a los de la ciudad y le encerró en un cuarto que no tenía ventanas y que estaba al fondo de la nave. Por su situación, por muchos gritos que se dieran, desde la calle, no se oían nada y allí dejó a su victima hasta que, bien entrada la noche, en casa le echaron en falta y comenzaron una búsqueda pensando que le había pasado algo malo. Cerca de la una de la noche, cuando más de medio pueblo buscaba por los arroyos, pozos y cárcavos al desaparecido, a Juanín el Comemierda, le entró, de pronto, cargo de conciencia y desatrancó la puerta dónde estaba su amigo, eso si, sin dejarse ver y haciendo creer que la suerte había estado del lado del secuestrado quién había podido escaparse sólo. Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, el Comemierda dijo no saber de qué le estaban acusando. Él había llevado a su amigo a jugar al almacén, y cuando quiso darse cuenta ya no estaba, por lo que pensó que se había ido a su casa. No tuvo ni castigo.
En otra ocasión, Juanín que estaba dando una vuelta por el campo, vio que el Tío Rodales, estaba arando con su mulo una viña cercana al río. Cuando observó que el Tío Rodales se bajaba al cauce a echar un trago de vino de una botella que tenía sumergida en el agua fresca, desató al mulo del arado y se lo llevó consigo. Aparecieron los dos a las tres de la mañana. El Comemierda durmiendo al raso y el mulo atado a un trillo apoyado contra la barda de una huerta que rodeaba el antiguo convento en ruinas. Si el mulo llega a pegar un tirón, le hubiera caído el trillo encima de Juanín.
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La asamblea de la peña se ha reunido en el teleclub para elegir cargos. Juanín, el Comemierda quiere ser presidente. Tiene dura competencia porque hay quién tiene memoria y no está dispuesto a pagar los viajes a las verbenas para que luego les dejen tirados. Los que le llaman Comemierda en lugar de Juanín, comienzan a ser mayoría. En la elección, pierde por un voto y uno de los lameculos dice que se ha equivocado en el voto y que hay que repetir la votación. Todo porque el Comemierda, amenaza con no llevar a nadie nunca más en su roñoso vehículo.
Se repite la votación y voilá: Juanín, el Comemierda es el nuevo presidente de la asociación.
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Logomaquia
Cambiamos de año, pero la vida sigue igual que cantaba Julio Iglesias. Tras el empalagoso periodo en el que «tol mundo es bueno» en el que personas que no se aguantan cenan y comen juntas, se desean felicidad eterna y mantrean a través del WhatsApp mensajes por la «paz para el mundo» que ratifican con el aplauso constante al envío de armas y dinero a Ucrania y el beneplácito para la venta de armas que nuestro país hace para que otros aniquilen humanos en Yemen, calificando el execrable procedimiento como un lícito negocio, llega la cruda realidad de los que creemos que la vida tiene que ser algo más que estar siempre mirando para otro lado y comulgar diariamente con ruedas de molino. La vida que nos ha tocado vivir en la permanente lucha entre los que quieren hacernos creer que la sociedad está en peligro por un comunismo inexistente, apoyados aunque sólo sea por omisión y/o dejación por toda esa mansedumbre que sólo mira su ombligo y los que creemos que todo es una estrategia del hijoputismo para evitar que la justicia social, la distribución equitativa de la riqueza, el decrecimiento económico y los derechos de los trabajadores, acaben demostrando que otra sociedad humana es posible y que, además, se ajustaría mucho mejor al interés general de todos y no, como ahora, del particular de unos pocos.
Los niños del Colegio de San Ildefonso abrían la puerta a la Navidad, cuando los médicos de Madrid suspendían la huelga en la que llevaban casi un mes sin obtener, no sólo ningún resultado, sino que ni siquiera haya habido una intención, por parte de la discapacitada, para cualquier actividad política, de negociar o proponer algo sobre la mesa. Quien dirige los hilos de esta marioneta que controlaba al Pecas, puede ser un dipsómano, pero sabe muy bien lo que hace. Y el hijoputismo ha llegado a un nivel de impunidad que se pueden mear encima de todos nosotros sin que les suceda absolutamente nada. El nivel de exención es tan alto, que en el Reino Unido, ante la avalancha de huelgas que se les viene encima, han puesto el ojo en la legislación laboral española dónde todo es susceptible de ser un servicio esencial y por tanto de que, en caso de huelga, se puedan imponer unos servicios mínimos abusivos de tal forma que la huelga se convierta, en lugar de un arma a favor de los trabajadores, en una forma de quitarles salario sin que tengan repercusiones para la empresa o para el estado sus reivindicaciones laborales.
Entrábamos en el año nuevo con unas imágenes de las estaciones de esquí en los Pirineos en las que el blanco de la nieve es una rara excepción en un paisaje grisáceoy en la que, como no, los que viven en el mundo irreal de consumo desmedido y derechos inexistentes, calificaban la situación de falta de nieve como «vergonzoso» porque lo importante no es que el hombre tenga que adaptarse al cambio climático que el mismo ha provocado sino que todo se adapte a su deseo, aunque el capricho sea socialmente inasumible. Y para colmo, los imbéciles de turno, convertidos en reporteros y gacetilleros televisivos rematan con un «hay que hacer algo porque de la nieve viven muchas familias». Porque todo es secundario y todo se valora en función de un hijoputismo especulativo que igual pretende esquiar en Madrid a veinte grados que plantar tomates en el desierto de Tabernas donde el agua sólo la han visto en la televisión.
¿Qué podemos esperar de una sociedad que culpa de la falta de profesionales de la medicina en las Urgencias de Madrid a los propios médicos, que ya ni siquiera están en huelga, en lugar de a quiénes han desmantelado la sanidad pública en beneficio de corporaciones y consorcios médicos privados?
¿Qué podemos esperar de una sociedad a la que los gacetilleros serviles tanto de los consorcios que manejan cabeceras de periódico como deformativos televisivos, ante la muerte de un vividor convertido en Papa, un tipo que perteneció en su juventud a las SS nazis, que ha sido consentidor y protector de pederastas en la iglesia, que fue prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, antes conocida como Santo Oficio y mucho antes como Inquisición (@jonathanmartinez en Naciodigital.cat) que se dedicó a apartar (o algo más) de la iglesia a los conocidos como los de la «teología de la liberación», y sin embargo publican loas en su memoria y le ascienden a la categoría de «humanista excepcional» (incluso piden que conviertan en santo) a quién solamente fue un caradura vividor que protegía a los fuertes y se olvidada de los pobres y de los débiles?
¿Que podemos esperar de una sociedad cuyos dirigentes y serviles periodistas rinden honores, tras su muerte, a un sindicalista, Nicolas Redondo, cuyo mérito más destacable es haberse afiliado en el año 45 a la UGT, al que le podemos asignar la vergüenza de ser el principal instigador del golpe de estado que sufrió el PSOE en Suresnes, donde el advenedizo falangista González, al servicio de Carrero, de la Cía y del Franquismo, se hizo cargo del partido? ¿Ya ha olvidado la sociedad los cientos de millones de pesetas hurtados a cientos de españoles que se quedaron sin ahorros y sin casa en un fraude de la cooperativa de viviendas del Sindicato UGT del que Nicolás Redondo era Secretario General?
Si convertimos a un nazi pederasta en «héroe intelectual», a una discapacitada en presidenta, a un comisionista, en adalid de la transición y a un soberano facha en líder espiritual, no nos extrañemos de vivir en una sociedad mojigata, hipócrita, egoísta y pendenciera.
Siempre hay por qué vivir y por qué luchar, pero al contrario de lo que cantaba Julio, deberíamos intentar que la vida no siga siendo igual. Y sin embargo, ya decía Unamuno de la Constitución de 1876, “… es una obra maestra de logomaquia…”. Resulta que cien años después, seguimos sin saber si el rey es constitucional o lo es por la gracia de dios y el sistema sigue siendo una obra maestra de logomaquia, dónde las palabras son un mundo y el fondo no parece importar a nadie.
Salud, ecología, feminismo, república y más escuelas públicas y laicas.