En los libros sobre la monarquía hispánica acostumbran a salir sus enemigos: Los holandeses de Guillermo de Orange, los ingleses de Isabel I… Damos por supuesto que un imperio tan colosal tenía que ser universalmente detestado. Sin embargo, fueron muchos los que se acercaron a España en busca de ayuda por diferentes motivos. José Javier Ruiz Ibáñez trazó su historia en Hispanofilia (Fondo de Cultura Económica, 2022), una obra que une la originalidad de su planteamiento y una erudición inagotable. Después de su lectura, nuestra imagen de la hegemonía de los Austrias, enriquecida con nuevos matices, no vuelve a ser la misma.
Como señala el autor, el imperio donde no se ponía el sol se veía así mismo como algo comparable o superior al de la Roma clásica. Al igual que los antiguos césares, los reyes de la casa de Austria no imponían su poder solo con la espada. Su predominio se basaba en una afortunada conjunción de factores. Sus enemigos, por un lado, no pasaban por su mejor época, como la Francia de la segunda mitad del siglo XVI, envuelta en guerras civiles. Sus amigos, mientras tanto, se multiplicaban. Si ahora el paraguas estadounidense resulta muy goloso para las élites de tantos estados de segunda o tercera fila, algo muy similar sucedía entonces con la superpotencia hispánica. El Escorial era, en muchos sentidos, la Casa Blanca del Siglo de Oro.
Algunos de los que reclamaban la protección de España lo hacían por razones religiosas. En Abbevile, en 1597, un grupo de conspiradores trató de entregar la ciudad a Felipe II, al que consideraban un soberano verdaderamente católico. Todo lo contrario que Enrique IV, un antiguo protestante que no les parecía sincero en su conversión a la Iglesia romana. Aquí las cuestiones de fe se mezclaban con las políticas. ¿Cómo fiarse de alguien que amenazabas libertades municipales?
En Irlanda, ya en 1559, existía un sentimiento favorable al Rey Prudente. Por eso, el vizconde de Thurles hizo saber al embajador español que en la isla estarían encantados si Felipe II les daba un rey que hiciera bandera del catolicismo frente a Isabel I. En Madrid, sin embargo, la propuesta no interesó demasiado. No obstante, en años sucesivos se multiplicaron las iniciativas en busca de la protección hispana, siempre en busca de defender la religión y garantizar la autonomía de la isla, liberándola así de la opresión extranjera. Entre tanto, en Inglaterra, no faltaban católicos dispuestos a apoyar una intervención hispana que les permitiera dejar de ser ciudadanos de segunda. El descontento podía detectarse también en Escocia: Lord Huntley aseguraba que, gracias al apoyo local, bastarían 2.000 soldados de los tercios para conquistar el país.
Vayamos ahora a Italia. ¿Cómo entender nada de lo que sucedió si prescindimos, sin ir más lejos, de la alianza entre Madrid y Génova? Los banqueros de la república ligur, no lo olvidemos, contribuyeron decisivamente a financiar los gastos imperiales. De ahí que Francisco de Quevedo pudiera escribir que cierto “poderoso caballero” nacía en Las Indias, moría en España y acaba enterrado en Génova. Por lo demás, los pequeños estados italianos, despotricaran o no contra el dominio hispánico, acostumbraban a apreciar los beneficios de una alianza que les protegía contra las invasiones de otras potencias o contra posibles revueltas populares. Así, para Lucca, apostar por España significa no caer en manos de Toscana o de Módena.
Hasta en el imperio otomano se suspiraba por la ayuda española, en este caso para asegurar la libertad frente al dominio de los turcos. Así, en tiempos de Felipe II, los macedonios solicitaron su intervención para que les ayudara frente a la tiranía del Sultán de Constantinopla.
De lo que se trata, en definitiva, es de estudiar los siglos XVI y XVII dentro de un marco que supere la estrechez de las historias nacionales y su profundo anacronismo. No podemos entender la realidad de la España renacentista y barroca sin sus múltiples interconexiones con Italia, Flandes o las Indias, por poner solo tres ejemplos. Eso implica abandonar los prejuicios decimonónicos para comprender a los hombres y mujeres de la Edad Moderna en sus propios términos.
Si un católico francés, se ponía al servicio de Felipe II, no es que fuera un traidor a su país sino que poseía un sistema de valores distinto al del mundo contemporáneo, un imaginario en el que la religión tenía prioridad sobre la patria. Eso le conducía a buscar la alianza del Rey Prudente, un monarca poderoso que se oponía, igual que él, a la expansión de los protestantes.
Ya en la época se insistió en el peligro de los agentes españoles, que introducían la discordia en comunidades que, de otra forma, se hubieran desarrollado en paz y armonía. Pero es que esas comunidades no constituían grupos homogéneos sino realidades plurales en las que se enfrentaban intereses diversos. El posterior triunfo del Estado nación hizo que solo nos fijáramos en los vencedores y descartáramos a los hispanófilos como una anomalía, cuando lo correcto hubiera sido apreciar que no eran servidores del oscurantismo, gente que caminaba en sentido contrario al de la historia. Se limitaban, como todo el mundo, a escoger el camino que les parecía más razonable para llegar al punto que deseaban alcanzar. En palabras de Ruiz Ibáñez, la hispanofilia política “se consolidó a lo largo del siglo XVI como una opción factible para casi todo tipo de rebeldes, insumisos, descontentos y perseguidos que se oponían a sus autoridades locales”.