Nuestros niños y adolescentes han comenzado sus colegios y sus institutos. Las condiciones del presente curso resultan preocupantes, especialmente para sus progenitores, dado que ellos son inocentes y acuden presurosos con más o menos ganas, pero sin ningún temor, en general. Hace un par de semanas, gracias a TCM, pude ver otra vez “Los 400 golpes”, de F. Truffaut, que nunca me defrauda.
Qué película tan sentida nos ofrece uno de los creadores de la nouvelle vague y qué convincente resulta. No me extraña que forme parte de sus experiencias personales vividas. También el director fue uno de los que no aceptaba la sociedad de su época, porque vivió al margen de la misma y tuvo que buscarse la vida por sí mismo, aunque nunca estuvo completamente solo, porque le ayudó a salir adelante André Bazin, a quien dedicará la película, que no pudo ver, porque la muerte le llegó antes de terminarla.
Todavía hoy –unos 60 años después de filmarla- nos seguimos emocionando con el protagonista y sus acciones, el entrañable Jean Pierre Léaud, siempre solo y desamparado, que únicamente encuentra cierta ilusión en la calle y en su compañero René. Tampoco está totalmente solo Antoine Doinel, aunque su mundo interior es la verdadera fortaleza.
El argumento daba para un folletín o para un melodrama sentimental acerca de la infancia maltratada. Baste recordar que Antoine fue traído al mundo por su madre por accidente. Nunca lo quiso, porque le recordaba tiempos que deseaba olvidar. Tampoco el hombre con el que ahora convive es su padre. Ninguno de los dos lo soportan y no paran hasta meterlo en un correccional. Además, Antoine sorprende a su madre en la calle, besándose con otro hombre, lo que exacerbó a su progenitora. Por otra parte, podría haberle acogido la escuela, pero tenía un estilo autoritario, con un maestro cerril y policial, que lo castiga injustamente, cegado por su imposición, para controlar a los chicos. La casa en la que vivía Antoine y su escuela son dos cárceles que le oprimen sin dejarle vivir. La emotividad del espectador podía haberlo conducido hasta las lágrimas.
En semejante situación, Antoine se da cuenta de que sobra y se refugia en las lecturas y en el cine. Aquí es cuando sueña. Es la Cámara de Truffaut la que salva la película. Abandona el neorrealismo, de moda entonces, y la vieja narrativa del cine francés para hacer una puesta en escena totalmente nueva. Se plantea presentar una crónica íntima y personal para ofrecernos la infancia al desnudo, que es sincera, muy sensible y hasta poética. Hace un realismo documental, que resulta creíble, y nos propone pensar en tantos golpes como ha recibido Doinel, que sólo compensó su libertad y la vida que le quedaba por vivir.
La película está rodada con pocos medios. Algunas escenas en casa, otras en la escuela, algunas en instancias policiales para los interrogatorios y todo lo demás en la calle y con un ritmo frenético, que nos mete dentro del personaje atormentado y en medio de un desierto afectivo, únicamente superado por la amistad del adolescente Antoine, que tiene un verdadero amigo. Los demás chicos se reían con sus gracias, cuando se burlaba del maestro controlador, que sólo domina a los estudiantes, si los mira de frente, pero no puede escribir en la pizarra, porque, al ponerse de espaldas, se burlan de él. Es la autoridad del miedo a los castigos, pero no la del prestigio intelectual, moral y afectivo. Se trata de una verdadera película de autor con identidad propia, remata con un final inolvidable, que se nos mete dentro de la propia piel.
Doinel es un rebelde con causa, que, cuando consiguen liberarse de la opresión y se hace libre, mira profundamente a la cámara angustiado, porque, abandonado a su suerte, no sabe qué hará después. El mar es la libertad y el límite, al mismo tiempo. Después de un largo travelling en que sigue la gran carrera de Antoine, cuando huye del reformatorio, se encuentra de bruces con el mar. ¿Y ahora qué? Es el final, que interroga al espectador, cuya mente se angustia tanto como el propio protagonista. El cine lo ha conseguido con un plano fijo y congelado, después de haber seguido intensamente al chico que huye hacia el mar, en el que descansa, tomándose un momento de sosiego pleno, como si quisiera retomar fuerzas para construir su futuro. Canta Aute de esta manera: “a por el mar, promesa y semilla de libertad”. La vida no es un juego.
La infancia y la adolescencia siguen llevándose demasiados golpes en la actualidad. Hoy, cuando los padres suelen ser tan blandos con sus hijos, no sé si los golpes son todavía más fuertes. Los chicos son trastos, rebeldes e irresponsables, pero están formando su personalidad y necesitan apoyos permanentes. La escuela debería ser su segunda casa, con la obligación de educarlos. No podemos quejarnos después, si antes no lo hemos hecho bien. Hay que meter en ello toda la ilusión y la entrega permanente. Los golpes son siempre rechazables por pocos que sean y todavía más si son tantos como los que aparecen en la película.