A principios de octubre pude comprobar in situ la talla de la arquitectura mexicana, que ha mantenido su calidad a lo largo de milenios. Una potente base vernácula ha inspirado todo tipo de arquitecturas interesantes, desde las historicistas con órdenes clásicos que enmascaran estructuras de hormigón hasta las contemporáneas pasando no por uno, sino por varios Movimientos Modernos y Postmodernos, desde el rabiosamente ortodoxo representado por Mario Pani o Francisco Artigas hasta una versión ultralocal que encuentra su máximo exponente en Luís Barragán, el segundo Premio Pritzker, de cuando los Premios Pritzker eran todavía estatuillas de Henry Moore y no medallas, el primer Pritzker de veras si pensamos que Philip Johnson quiso inaugurar el certamen autootorgándose el galardón inaugural. Visitado in situ, Barragán es más de lo que parece: más complejo, más orgánico, más mágico, más poderoso, más delicado. Más contradictorio. Pensad que su casa combina un alucinante cuadro de pan de oro de Matías Goeritz con la tapa peluda de su wáter personal, todo rodeado de paredes más altas que la vista para crear un microcosmos personal. Actualmente, la arquitectura mexicana sigue estando intratable, representada por figuras como las de Tatiana Bilbao, Rozana Montiel, Frida Escobedo, Alberto Kalach o Manuel Cervantes. Hay muchos más.
El contexto es un país con unas diferencias de clase asfixiantes y un espacio público poco definido marco de un panorama inestable. Volátil. Las bellísimas calles del DF, bullentes de vida, reflejan una sociedad sin colchón. Este dato intangible marca la arquitectura del país de un modo indeleble. Este dato me ha hecho confrontarme con los límites de la arquitectura.
Alrededor del mundo encontramos arquitecturas excepcionales. Muchas de ellas son hijas de regímenes autoritarios. Giuseppe Terragni, uno de los mejores arquitectos del siglo XX, construyó sus mejores obras para el fascismo italiano, donde militaba. Grandes arquitectos españoles estuvieron profundamente comprometidos con la dictadura franquista, de Luís Gutiérrez Soto a José Antonio Coderch pasando por genios como Alejandro de la Sota o Miguel Fisac. Las obras producidas por estos arquitectos no tienen ideología. No pocas de ellas sobreviven en la actualidad, habitadas en muchos casos por demócratas convencidos que rechazan de manera inequívoca los excesos de sus autores.
Cualquier régimen, por criminal que sea, se expresa mediante arquitecturas que en no poco casos tienen calidad. Que en no pocos casos pueden ser desconnotadas, rehabilitadas y reusadas con éxito. Y al revés: obras proyectadas en tiempos felices para alojar programas festivos han terminado usándose como espacios de horror. Sólo hay que pensar en la facilidad con que un estadio de fútbol puede convertirse en campo de concentración.
La arquitectura está por encima del régimen que la ha producido. La arquitectura es neutra, flexible. Puede adaptarse a cualquier uso. Es susceptible de ayudar a mejorar una sociedad o de convertirse en una cámara de tortura tan sólo con ligeras modificaciones. Depende de sus gestores y de sus habitantes.
Cualquier régimen, por criminal que sea, encuentra sus arquitectos y los usa para sus fines. Profesionales de todos signos, colores y orientaciones políticas son capaces de producir obras excepcionales. Y es que los arquitectos, cuando construimos, somos neutros. Nuestra orientación política, nuestro compromiso, aparece porque los arquitectos somos ciudadanos. La arquitectura está desconnotada a priori. Lo que no quiere decir que se haya de enseñar descontextualizada. Cuando se habla de la implicación del arquitecto desde una perspectiva democrática nos referimos a un compromiso social con aquello que se necesita en cada momento. A un control de medios y fines. A una implicación que cuide todo aquello que es tan frágil: el aparato social y sus espacios de encuentro que nos permiten expresarnos según los viejos ideales de la Revolución Francesa, tan vigentes hoy como el primer día: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Igualdad de oportunidades traducida en una educación y sanidad públicas, la primera para realizarnos, la segunda para tranquilizarnos. Fraterniadad entendida como la consciencia del otro. La consciencia de la diferencia y de una vida en común equilibrada de una manera más o menos estable. Libertad entendida como la responsabilidad que ser aquello que queramos tenga un mínimo retorno social. La arquitectura es una carrera técnica. Enchufarla con una cierta eficacia a estas voliciones, equilibrar esto con la producción de estos proyectos para bien o para mal flexibles y adaptables, es la tarea de los profesores que forman las nuevas generaciones. Y aquella humildad de no creerse que la arquitectura lo soluciona todo. Que nos permita interactuar con otros profesionales sin creernos el centro del mundo, otros profesionales más capacitados para definir voliciones, programas, intensidades de uso. Para definir el espacio de la civilidad. Convertirse en arquitecto es un acto libro que se ha de ejercer confrontándonos con los límites de la arquitectura. Porque lo contrario sólo conseguirá que los proyectos nazcan muertos. Demasiados ejemplos tenemos al respecto. Incluso premiados después de su derribo. La consciencia de estos límites da, más que otra cosa, alas a la imaginación. Es lo que permitirá que la arquitectura se despliegue con todo su potencial y sea más humana. Más que eso no se puede pedir.