Hace unos días vi una película que me impactó y me produjo desasosiego. La historia de una niña que acababa muerta: un daño colateral del combate al terrorismo.
La jefa del grupo militar encargada de tal misión, Helen Mirren, dura, decidida, sin escrúpulos, ordena seguir adelante con la misión. Ordena, incluso, a los expertos cuál tiene que ser su dictamen para seguir adelante a pesar del daño evidente que se iba a producir. La cadena de mando se va pasando la pelota, dudan, pero poco. Ella es la que permanece impasible desde el principio y la que ordena dar el golpe final.
Aparte de las muchas lecturas que pueda tener la película, me interesa la niña y no desde un punto de vista de sensiblería o llanto fácil. Me interesa como ser invisible, como la representante de los seres invisibles que somos los ciudadanos. Casi todos.
La niña con vestido y velo rojos. La niña que va a vender el pan que ha amasado la madre y se sienta, formalita, tras una mesa de madera que hace las veces de mostrador en medio de una calle con el suelo de tierra. La niña que coloca un mantelito con mucho mimo y va dejando las hogazas de pan sobre él, redondas, doradas, apetitosas, con sumo cuidado. La niña que un momento antes jugaba feliz, con el permiso de su padre, en el patio de su casa. La niña que acaba muriendo por unos segundos porque recoge el mantelito con parsimonia al acabar la venta del pan y lo va doblando con delicadeza para que no se arrugue antes de meterlo en la cesta. La niña obediente que hace siempre lo que tiene que hacer y recibe como premio una bomba lanzada desde el otro lado del mundo.
Murió, como tantos inocentes han muerto y morirán en este mundo cruel. Como morirán muchos por esas otras bombas que unos iluminados se cuelgan del cuerpo y hacer estallar en nombre de un dios con el que van a compartir el paraíso gracias a su hazaña de muerte.
Los seres invisibles. Los que no cuentan ni para unos ni para otros. Números. Da igual que muera la del vestidito y el velo rojos porque, si no, morirán, argumentan, acaso, ochenta o cien. ¿Y qué le importa a ella o a sus padres que la llorarán ya siempre? Dejarán de morir otros o no. Los mandos siempre encuentran justificación para los daños colaterales. El mal menor, la legítima defensa, son ellos o nosotros…
Ellos se creen superiores cuando claman a su dios. Y nosotros nos creemos superiores por no tenerlo o porque el nuestro es más misericordioso. En nuestro nombre porque somos los buenos, en su nombre porque son los buenos se liquida lo que se ponga por delante. En nombre de no se sabe qué verdades supremas se asesina a los seres invisibles. Siempre ha sido así y no parece que vaya a cambiar.
A veces, nos pensamos a salvo los seres invisibles de estas latitudes. Ridículamente ufanos, orgullosos, prepotentes, hasta que alguna explosión nos devuelve a la realidad y nos recuerda que no somos diferentes, que no hay otras razas, ni otras ideologías, ni otras religiones, que lo que nos une a todos es, precisamente, nuestra condición de seres invisibles.
La Constitución de la II República española, en el colmo de la utopía, prohibió la guerra y acabó en una fosa común con muchos de los que la proclamaron o la defendieron.
No se aprende nada de la historia. Nunca. Así que no parece probable que sea abolida la barbarie. Menos cuando los que manejan sus hilos, en lo que hemos llamado con superioridad pueril los países civilizados, sean tan fatuos, insensibles, incultos, prepotentes y groseros como Trump y compañía.
Para jamás la utopía.