Ni dispongo de televisor ni me interesa esa cosa llamada «Eurovisión», como no me interesan las noticias manipuladas, la información tendenciosa, el entretenimiento adoctrinador ni el resto de basura audiovisual que desprende la pantalla tonta. Pero este año la casualidad me sentó frente a uno de esos artilugios, junto a mis dos amigas del alma y sus dos perrillas de la discordia, más su anciano perrillo de las praderas, y me mantuve en el sitio. Allí, a la hora acordada, en familia, fui tomando buena nota de esa explosión, literal, de efectos de luz y sonido, que por lo común queda en eso: golpes de efecto tecnológico, ruido, apariencia, postureo, coreografía rebosante de prepotente insinuación, provocación de bote, puesta en escena «increíble» (adjetivo comodín), y cero música.
Los primeros aspirantes iban soltando la bazofia acostumbrada entre megaproyecciones led y pantallas y cañonazos y gritos del público, y yo, nada sorprendido, me decía «lo de siempre». Y llegó el turno de Italia, y un joven delgaducho, maquillado y ataviado al estilo «glam», frente a un piano y en compañía de un guitarrista, comenzó a cantar una melodía agradable al oído, y yo y mis amigas del alma, y su perrillo de las praderas y sus dos perrillas de la discordia quedamos automáticamente en silencio, escuchando, hasta que Lucio Corsi entonó las últimas notas. Entonces mis amigas del alma y yo declaramos, por unanimidad, que aquello había sido una muy buena canción. La poesía de Lucio incluso acalló a las fieras, que lo escucharon sin protesta ni quejío.
Al margen de la calidad artística del muchacho, de la composición, destaca el detalle del escenario en el que se produjeron los hechos. Marcando una gran, agradecida diferencia, aquí no se hizo uso de ninguna megapantalla, no se abusó de la luminaria ni se precisaron hiperestructuras volantes ni coreografías de barbudos bailarines en panties. Un escenario, dos músicos y sus instrumentos y un par de amplificadores gigantes como atrezzo: eso fue todo. Así, como espectadores, yo y mis amigas y las perrillas pusimos ojos y oídos en lo que verdaderamente debería importar. Esa es la prueba de fuego del artista, los primeros segundos, decisivos para capturar o no al oyente. Lucio Corsi aprobó con un diez.
He vuelto a escuchar «Volevo Essere Un Duro» varias veces, en cada una de ellas esta canción me ha puesto el vello de los brazos de punta. Esto, hasta la fecha, es algo que ningún artista del siglo XXI había conseguido. Y aunque reconozco que ando anclado en los años setenta o como mucho noventa del pasado siglo, también afirmo que la mayoría, o casi totalidad de la «música» pop que se viene cultivando desde principios de siglo y que hoy retumba en la calle, es basura, producto de fábrica mil veces calcado, vacío de letra, sin una melodía identificable entre ese cúmulo de «¡booms!» y «¡crounchs!», más propios de una presentación en estadio de fútbol o palacio de deportes. Y esto sucede no por falta de voces, de intérpretes, sino por ausencia de buenas ideas y, sobre todo, como consecuencia de esta dictadura de las formas que lo abarca todo: política, arte, literatura, ciencia. Lo de menos es la cosa en sí, el fondo. Se trata de homogeneizar un día a día inundado de estímulos comerciales, mensajes políticos, adoctrinadores, donde prima el impacto, a conciencia, donde no tiene cabida la voz desnuda del artista y sus instrumentos, tal cual. Aquí, en esta selva de plástico y fibra electrificada, en un ambiente tomado por el ruido y los pantallazos de un mundo neurotizado y frenético, tecnológicamente militarizado, marketinizado, aburridísimo ya, porque todo, absolutamente, suena y viste de la misma manera, aquí, se manifestó Lucio Corsi como una excepción, en su pequeña isla de autenticidad.
No me importan en absoluto los entresijos de Eurovisión. No sé cómo funciona, ni quiero saberlo. Solo sé que el arte, la música, los artistas, han de mantenerse al margen de la política, la cual se cierne hoy día sobre todo escenario, estadio, centro comercial, playa, destino turístico, portada de periódico o pasarela. Todo es política porque todo obedece a la regla de la tendencia, y eso, por mucho que nos vendan, es precisamente a lo que aspira la política, su fin último: la homogeneización de la sociedad, mucho más controlable y agradable a la vista en formato manada. En esta clase de sociedad, los individuos como Lucio Corsi destacan, brillan, son fáciles de identificar, y atraen, porque van a lo que importa.
Para mí, en estos años veinte de la imitación y la comparación y el ruido y la locura, más que un claro ganador de Eurovisión hay un descubrimiento. Italia, con Lucio Corsi en escena, ha demostrado que es posible hacerlo bien, ser fiel a la música, a un criterio artístico más que notable, sin todos los añadidos audiovisuales, tecnoconvencionales, ideados para despistar, los cuales evidencian un vacío en la sustancia, en la cosa en sí.
Hacen falta menos pantallas, ruido, prisa, más tiempo y silencio, menos cáscara y más fondo, menos discurso y disfraz y doctrina, menos política, y más hechos, más música.