Madrid ha sido capital de España, con algunas cortas interrupciones, desde que a mediados del siglo XVI el rey del momento, aún no un Borbón, sino un descendiente de la casa de Austria, Felipe II, decidió instalar a sus cortesanos en un lugar céntrico dentro de la península, bien comunicado, con buenas aguas y buen aire.
Ese lugar era Madrid, aunque como dije hubo varias ocasiones en las que por capricho de la Historia hizo que cambiara la capital. La última de ellas, en 1939, cuando el general Franco, ganador de la Guerra Civil, decidió que Burgos dejara de ser su capital y Madrid volviera a ejercer como sede central del gobierno y de las instiruciones.
Ya había ocurrido antes. El caprichoso, manipulador y especulador valido de Felipe III, el Duque de Lerma, se llevó a Valladolid la capital tras comprar terrenos a precios de risa allí. Operación que volvió a repetir en Madrid antes de traer de regreso la capital.
Felipe V instaló más tarde la capital allá por 1729 y durante cuatro años en Sevilla y después, durante la Guerra de la Independencia, Sevilla volvió a ser capital de la resistencia, hasta que, tras el avance francés, Cádiz alcanzó la capitalidad de la Constitución durante un par de años.
Madrid, pese a todo, nunca dejó de ser la capital de hecho. La capital comunera liderada por un olvidado Juan de Zapata, hijo del Señor de Barajas y la Alameda de Osuna y de la Señora de Luján, que desapareció de escena tras la batalla de Villalar de los Comuneros (1521).
Su Casa de los Lujanes en plena Plaza de la Villa, en la embocadura de la calle del Codo, sigue siendo famosa. El lugar donde todo buen guía turístico explica que allí, en aquella torre adosada a la casa, permaneció preso el rey Francisco I de Francia, tras su derrota en la batalla de Pavía (1525).
Madrid fue también la capital alzada contra los ministros italianos, dando respaldo al malestar de la nobleza local, los militares, los frailes milagreros, los poderosos jesuitas y los funcionarios de la Corte. Los unos dieron origen a una lista abultada de espadones, los otros a una poderosa cofradía de clérigos y los últimos a un numeroso ejército de golillas.
Todos ellos confabulados contra la creciente influencia de los ministros, los músicos y arquitectos italianos, entre los que destacaba el inefable Esquilache, centro de todas las envidias y objetivo de todos los malestares desencadenados en aquel Motín, que obligó al rey Carlos III a escapar a Aranjuez, lo cual no hizo sino envenenar aún más a los levantiscos madrileños,
-¡Viva el Rey y muerte al mal gobierno!
gritaban por las calles mientras asaltaban, robaban y quemaban palacios y casas señoriales.
Aquella confrontación entre quienes pugnaban por transformar España y aquellos otros que se atrincheraban para que todo permaneciera igual, ha perdurado hasta nuestros días, con una Guerra Civil, la Guerra de España, de por medio, que dio rienda suelta a todas las desavenencias sembradas durante siglos. A todos los males patrios, a todos los problemas y a todas las cuestiones nacionales abiertas en canal.
La cuestión religiosa, la cuestión imperial y militar, la cuestión agraria, la cuestión social, la cuestión territorial. Esas mismas cuestiones latentes ya en el estallido de la revuelta contra los franceses que dio lugar a la Guerra de la Independencia.
Porque hasta aquella Guerra, no fue tan sólo contra los franceses, sino de una parte de las Españas contra la otra. No en vano la historia de los exiliados desde entonces ha sido abundante pero olvidada, a lo largo de todo el siglo XIX y casi todo el siglo XX.
El Madrid que plantó cara a los invasores napoleónicos. El Madrid que frenó en seco, hasta el final de la Guerra, el avance irresistible de las tropas franquistas, bien pertrechadas por el dinero de banqueros como Juan March, las armas y los militares de las potencias fascistas en ascenso en toda Europa.
Ese Madrid que se atrincheró en las fábricas, dando lugar a las originales comisiones de obreros, o a las comisiones estudiantiles en los centros educativos, o a las comisiones vecinales en los barrios. Lugares donde se fraguó la resistencia que resquebrajó el franquismo hasta su hundimiento en las calles, por más que el dictador muriera, aunque no de forma nada plácida, en la cama.
Madrid se ganó el título de capital de la gloria, a fuerza de ser capital de incontables penas. Se ganó la capitalidad, pagando siempre el precio de defender cada rincón amenazado de España, de acoger a cada refugiado que huía del hambre o la persecución.
Han pasado los años y causa tristeza y pena ver cómo Madrid va perdiendo su condición de capital para convertirse en punto de desencuentro, crispación y bronca continua. Desde que alguien pagó el Tamayazo, Madrid dejó de ser capital de la gloria y se fue adentrando en el peor de los escenarios políticos que nadie ha sido capaz de frenar.
En toda España, federalizada y hasta casi confederalizada, se mira hacia Madrid con desconfianza, como si todos los males se cocieran en las calderas de la política madrileña y tuvieran su origen en los despachos de las sedes centrales de las empresas, los partidos y los ministerios afincados en la capital.
Alguien debe poner remedio a esta situación. Alguien debe decir basta. Alguien debe impedir que siga pasando.