¡Madrid! Ese tiliche en el corazón de España, el epicentro de todo lo que está mal. Los madrileños, con su delirio de grandeza, se creen el ombligo del mundo. Y cómo no odiarlos. Ahí están, paseando por la Gran Vía como si el aire que respiran fuera distinto, como si la Cibeles les hablara al oído, dictándoles el destino de todo un país. ¿¡Qué digo país!? De todo el continente, el planeta, la vía láctea y el universo entero. El universo orbita en torno a Madrid. ¿¡Qué digo universo!? Hasta Dios orbita en torno a Madrid. Pero no se equivoquen: la madrileñofobia es una defensa legítima, una respuesta natural al centralismo asfixiante que nos obliga a ver la vida a través del prisma de la capital de un imperio difunto.
A mí, un provinciano nacido en Escaldes-Engordany, criado entre El Vendrell y la villa juguetera de Ibi, que he vivido en Sheffield, Columbus, Filadelfia, Nueva York y Alicante, que he pasado largas temporadas en la Ciudad de México, San José, capital de Costa Rica, San Juan, capital de Puerto Rico, y Caracas, de la bella Venezuela, el ombliguismo de Madrid me rechina, dejémoslo ahí. Si hay una capital del mundo hispano está en México, en Colombia, en el Perú, en la Argentina o en los Estados Unidos.
Los provincianos no soportamos su arrogancia, su Atocha y su Chamartín en obras perpetuas, una chatarra que funciona a su ritmo y su manera, su manía de no entender que fuera de la M-30 también hay vida. ¿Cómo no detestarlos, si se creen superiores por vivir en una urbe de cemento y bocatas de calamares mal fritos? ¿Calamares del mar de Madrid? Y bien, Madrid no es una ciudad, es una imposición, una dolencia del alma, una maldición que nos obliga a mirarla siempre como un Dios menor al que todos deben rendir pleitesía. Pero aquí, en nuestra periferia, nos reímos, porque sabemos que el verdadero tesoro está en no ser ellos, en no compartir su ceguera megalómana.
¡Ay, la madrileñofobia! Esa dolencia tan castiza, tan española, tan rancia, que ni el ungüento de la tía abuela ni los remedios de la farmacia pueden curar. Y es que en este país nuestro, tan dado a la envidia, al odio y al cotilleo, no podíamos dejar de inventarnos una fobia tan nuestra, tan patria, que nadie con una lengua afilada como navaja sevillana podría mejorar, una lengua que habla en catalán, en vasco, en gallego o en castellano provinciano.
Los madrileños, esos habitantes del centro del universo, se creen con derecho a todo, los muy listillos. Porque claro, Madrid no es una ciudad, es la panacea de todos los males, el alfa y el omega de la vida ibérica. Que si su Plaza Mayor es la mejor, que si su Retiro es más bonito que todos los parques de la Tierra juntos, que si su cocido es el epítome de la gastronomía mundial. Y ni hablar del chotis, esa oda a la lentitud, a la tardanza, a la letanía, a la dilación, a la cachaza, a la flema, a la pachorra, al metro cuadrado mal calculado, que parece inventado para que el resto de España caiga en un coma profundo de hartazgo.
¡Madrid, ay, Madrid! Esa ciudad que no es ciudad, sino un estado catatónico del alma, una especie de trastorno colectivo. Los madrileños, con su necesidad enfermiza de ser el centro de todo, nos imponen su ritmo, su forma de vida, como si el resto del país no existiera. Se creen especiales, diferentes, superiores. Pasean por el barrio de Salamanca como si fueran los protagonistas de una película, con esa seguridad que solo da la ignorancia. Pero no nos engañemos: la madrileñofobia es un mecanismo de defensa, la única manera de protegernos de su arrogancia desbordante.
Pero hablemos claro: la madrileñofobia no surge de la nada. No, señor. Tiene su origen en una serie de eventos históricos, sociales y hasta meteorológicos que han convertido a los habitantes de otras regiones en odiadores profesionales.
Los andaluces, por ejemplo, no pueden soportar que en Madrid no se eche la siesta. ¿Cómo es posible vivir sin ella? El madrileño, con su ritmo frenético, no para ni para dormir, y claro, eso enardece al buen sureño, que necesita su ratito de descanso. Luego están los catalanes, que odian a Madrid por pura convención social. Desde pequeños les enseñan que todo lo que huela a Madrid huele a centralismo opresor, como si la Cibeles o la fuente de Neptuno fueran una especie de Gran Hermano orwelliano que vigila cada céntimo que gastan.
Y los gallegos, esos otros que sienten que Madrid les queda más lejos que la Luna, ¿cómo no van a detestar una ciudad donde no llueve ni a tiros? Porque claro, si no llueve, ¿cómo van a disfrutar de ese gris tan característico de sus cielos? Pero lo peor para ellos no es la falta de lluvias, no. Es que en Madrid no entienden ni media palabra de lo que dicen. Por no hablar de los vascos. Aquí, el madrileño promedio se siente más cómodo hablando con un guiri que acaba de salir del Reina Sofía que con un gallego, un vasco o un catalán. Y que a nadie se le ocurra hablar catalán en Madrid. El catalán en Madrid causa pánico.
Y no me hagan empezar con los vascos, que ven a Madrid como una especie de Mordor castizo, donde los trajes de chaqueta y el jersey por encima de los hombros sustituyen a las armaduras de los orcos. Para ellos, Madrid es un sinónimo de imposición, de "esto se hace así porque lo digo yo", una ciudad que roba oxígeno a la libertad. ¡Uy la libertad! Esa palabra tan manida en Madrid pero tan poco transitada. Claro, los vascos prefieren sus montañas y sus pintxos, que en Madrid solo conocen la chistorra mal cocida.
La madrileñofobia no es una simple antipatía, no. Es un arte. Es la obra maestra de la provincia, es el lienzo en el que el españolito de a pie descarga toda su realidad provinciana. Y los madrileños, mientras tanto, siguen a lo suyo, convencidos de que fuera de la M-30 no hay vida, que todo lo que vale la pena está a tiro de un abono transportes; viven de espaldas a España, aunque no se den cuenta ni quieran darse cuenta.
Así que, querido lector, si eres madrileño, perdóname por la sinceridad, pero tú y tu ciudad sois los culpables de todo. Y si no lo eres, ¡enhorabuena! Bienvenido al club de los que no soportan la soberbia capitalina. Pero, al final, ¿a quién le importa? Que vivan ellos en su metrópoli de cemento y tráfico infernal, otrora capital de un imperio que se les cayó a cachos, y nosotros, los demás, seguiremos riéndonos en secreto, disfrutando de la paz que da no ser el centro del universo.