La madurez perdida

Iria Salgado
31 de Diciembre de 2024
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La madurez perdida

Somos marionetas, meros consumidores apoltronados en la zona de confort, soñadores de una irreal felicidad y una falsa tranquilidad, artífices de una sociedad con un espíritu crítico anulado y enferma emocionalmente; y ahí empieza todo.

La felicidad se ha convertido en el ideal absoluto. Y no digo que esté mal, pero, ¿a qué coste? Más allá del legítimo anhelo por el bienestar, la felicidad se ha transformado en un valor de escasa y dudosa ética.

Esta obsesión por ser felices está promovida por la industria y el estado de bienestar, impulsada por estilos de vida marcados por la prisa, la evitación absoluta de las dificultades y confrontaciones, el rechazo a las crisis inherentes a la vida, la falta de relaciones de calidad, las familias sobreprotectoras… y multiplicada, hasta límites desconocidos,  por las redes sociales que nos arrastran a vivir de cara a la galería, pendientes de lo que dirán, de cómo nos juzgarán, de si somos aceptados  o no a través de “likes” o más seguidores.  Todo ello parece estar moldeando la sociedad de manera inquietante tanto en el ámbito familiar como social y político.

La prioridad de muchas familias con hijos es que sean felices, sin más, dejando de lado la necesidad de establecer reglas y límites y fomentar la capacidad crítica, el autocuidado, la autoprotección e independencia. En otros casos, lo que se busca es la tranquilidad familiar y personal, que no haya discusiones, que los hijos no “molesten” tras un día retador y agotador a nivel laboral y en el que todas las heridas se han activado. Este enfoque indulgente cría, en algunos casos, niños desorientados emocionalmente y sin herramientas para enfrentar los desafíos de la vida adulta y ni tan siquiera de la adolescencia. Las nuevas generaciones están creciendo en un entorno donde la sobreprotección es la norma, perpetuando un ciclo de inmadurez que se extiende mucho más allá de lo que parece saludable.

Los especialistas en salud mental empiezan a afirmar que la adolescencia dura hasta los 25 años y no solo porque el desarrollo cerebral de los adolescentes se extienda más allá de los 18 años, sino porque hay una carencia de aspiraciones a tener una vida propia e independiente y a salir adelante por uno mismo. Postergamos la adultez porque no queremos asumir las responsabilidades individuales y colectivas que conlleva y ello modifica dinámicas familiares que se trasladan a la estructura y desarrollo de la sociedad.

La tecnología y las redes sociales no han hecho más que agravar la situación. La exposición continúa de los hijos en plataformas digitales, a veces hasta con fines comerciales, podemos entender que incluso convierte a los menores en productos de una cultura que busca exhibir más que compartir. Las redes sociales refuerzan un modelo de vida de culto a la imagen, a lo material, de miedo al envejecimiento, a las pérdidas y las crisis vitales naturales, donde lo que importa no es tanto lo que se vive, sino cómo se muestra esa vivencia. La adultez, con todo lo que implica: responsabilidad, sacrificio y reflexión, ha sido desplazada por la búsqueda de gratificaciones inmediatas y el confort aunque implique a la anulación de una parte de nuestra capacidad de ser.

En este contexto, la familia ha dejado de ser ese núcleo sólido donde los valores son transmitidos por los adultos. La autoridad parental ha cedido paso a una dinámica en la que los niños dictan el rumbo y los padres actúan como meros facilitadores.  Los jóvenes se enfrentan a un mercado laboral precario y competitivo, a las dificultades para encontrar vivienda, formar una familia… carentes de la perseverancia y la capacidad de esfuerzo necesario para sobrellevar estas adversidades y sin herramientas emocionales para soportar la frustración. Tal vez se esté perdiendo o se haya perdido ya el valor de meritocracia como motor de progreso personal y social.

Educar es urgente y ello significa enseñar a ser independientes, a gestionar las emociones para enfrentarse al duelo constante que implica el simple hecho de vivir, y a asumir responsabilidades individuales y colectivas; lecciones que parecen esenciales si queremos vivir en una sociedad donde los ciudadanos no sean simples consumidores, y donde los valores como la honestidad, la justicia y el respeto sean pilares fundamentales.

La infantilización de la sociedad tiene su reflejo en el ámbito político. Tribunas parlamentarias en las que se escuchan más insultos y ataques personales que confrontaciones de ideas, representantes públicos y políticos que reducen los temas de interés general prestándolos en términos dicotómicos de bueno o malo, ellos/nosotros, evitando la reflexión y los debates serenos y profundos, mensajes políticos que se reducen a eslóganes diseñados para captar la atención, políticas que buscan determinar nuestra forma de pensar y actuar, que imponen medidas que limitan la libertad personal sin beneficio social alguno, que eliminan la necesidad de responsabilidad individual fomentando la dependencia de un Estado paternalista, que pretenden soluciones rápidas y superficiales en lugar de abordar problemas estructurales a largo plazo, y que incluso generan desequilibrio entre derechos y deberes… construyen  un escenario donde las decisiones se toman impulsivamente, sin análisis, y que favorecen más a determinados grupos e intereses partidistas que a la sociedad en general.

La madurez consiste en aceptar responsabilidades y en desarrollar un juicio crítico. Solo a través de ello podremos aspirar a una sociedad que no solo sea feliz, sino también sólida, ética y capaz de enfrentar los retos del presente y del futuro. Padres y políticos, corresponsables de esta situación.

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