Lo malo de morirte es la cara de español que se te queda —a cada uno, con los años,
se le queda la cara de lo que es—.
Hay cuerpos que se pudren con originalidad,
otros fermentan como una eterna mala educación de la vecina de arriba
y hay cuerpos que siempre están resucitando.
Yo nunca vi un cadáver parecido al mío.
Yo nunca oí de otro muerto mis mismas palabras;
y soy un carrusel sigiloso, asidero de los mejores oídos de la historia.
Escucho al que se calla no fuera a interesarme,
escucho al que me grita por saberle rendido
a su tormento
y escucho a la verdad el modo en que me miente —tan sólo es la verdad una mentira memorable—.
Pero jamás atiendo al que silencia su espíritu ni agonizo por exceso de amor entre la clase alta.
Lo indiferente se obvia por sí mismo
y por sí mismo resopla, arría el aire y toma por camino estarse quieto.
Toda leche me recuerda a su ubre.
Las cicatrices del mundo hablan de una herida más precoz que la carne.
Líquida, sólida o gaseosa; siempre hay la misma cantidad de agua en el planeta.
Y los huesos, apilados hasta confundirse,
espolvorean sus genes fertilizando otras lápidas.
Me recuerdo que, para ser original, sólo debo ser yo mismo porque nadie hay tan parecido a mí como yo mismo
—si he quedado conmigo nunca he faltado a la cita—.
Me recuerdo que los lugares comunes anuncian la ausencia del propio pensamiento.
Y me recuerdo que, en verdad, lleno mi estómago con las mismas partículas que defecó Felipe VI
y mis ideas se formulan con palabras que acuñaron antecesores comunes.
No temo las palabras que aún me son ajenas,
no temo el pensamiento que pueden provocarme.
He pensado en ocasiones por encima de mi inteligencia, lo sé.
Y me respondo, a menudo, por todo lo que doy por imposible.
Y me pregunto, a menudo, por todo lo que doy por comprendido.
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