Vivimos tiempos convulsos para los que la brocha gorda es poco aconsejable. Pero es que, además, si hablamos de personas o de conjuntos de personas, los pinceles biselados resultan imprescindibles. Hoy les hablaré de política y de corrupción. Dos sustantivos cogiditos habitualmente de la mano.
La corrupción política y la particular han sido, son y serán pues las causas que las motivan han sido, son y serán. Hay una putrefacción pública y también privada. La primera, por razones evidentes, es percibida con mayor nitidez pero ambas son letales. Una y otra generan efectos demoledores para la justicia, la economía, la convivencia y, en definitiva, para la agustiniana Ciudad de Dios. El jesuita Francisco Suárez, una de las más eminentes figuras de la Escuela de Salamanca, nos los advirtió con magistral claridad. Permítanme mi particular resumen al afirmar que cuando el Derecho de Gentes y la gente misma se desvían del Derecho Natural, apenas queda espacio para la lírica. De tal forma que el Padre Suárez (05/01/1548 Granada, 25/09/1617 Lisboa) y Golpes Bajos (cuatro siglos más tarde) lo vieron venir. Dispares dialécticas ante tan sempiterna y única verdad.
No todos los políticos son corruptos, por la misma razón que, a la luz del día, no todos los gatos son pardos. Los partidos políticos, como los sindicatos u organizaciones empresariales, en tanto entelequias jurídicas, difícilmente pueden ser corruptos. Lo serán, en todo caso, las personas que en un momento determinado representan, individual o colegiadamente, a las entidades citadas. Criminalizar a un partido sería tanto como inculpar a los afiliados y simpatizantes decentes, que son mayoría, pretéritos, presentes y futuros. Cuestión distinta es que se ilegalice un partido político porque, de palabra, obra u omisión, atente frontalmente contra los fundamentos básicos de nuestra democracia y convivencia pacífica. Se dice fácil pero se entiende mal. Casi cualquier idea se puede poner encima de la mesa; no todas, naturalmente pero lo que en verdad importa es el acatamiento de las reglas del juego. Pondré algunos ejemplos que les sonarán de algo. Proponer una reforma de la Ley de Leyes para conseguir un fin político, respetando el procedimiento previsto en el propio texto constitucional, es, como diría aquél, lícito de toda licitud. Que un parlamento autonómico, ninguneando las resoluciones judiciales y careciendo de legitimidad y competencias, apruebe una ley de desconexión con ínfulas constituyentes para, inmediatamente después, financiar y abanderar una sedición, es una concatenación alevosa de delitos ¿Se comprende la diferencia?
Como bien saben los que quieren saber, el PSOE de Sánchez y cía. está acorralado por una putrefacción que crece por momentos. No haré inventario. Un esfuerzo innecesario para los que están al tanto de las cosas y baldío respecto de quienes pululan por universos paralelos. Les propongo un ejercicio. Entren en la página web del partido socialista y busquen el discurso íntegro de Pedro Sánchez, verbalizado con motivo de la moción de censura contra el Gobierno de Rajoy. Lean lo denunciado y lo propuesto. Deténganse en los basamentos éticos y políticos esgrimidos. Sepan que, de experimentar incontenibles arcadas, sus aptitudes analíticas, cívicas y políticas gozan de buena salud. Por el contrario, si entre aquel discurso y la realidad de hoy no atisban cinismo, falacia, desvergüenza y severos incumplimientos, tienen ustedes trastocada la comprensión lectora, la apreciación de la realidad o, tal vez, ambas cosas. En su derecho están. La libertad no ejercida en también una forma de libertad, aunque un tanto desaprovechada.
Dije antes, y lo repito, que la inmensa mayoría de los socialistas son decentes. Afirmo también que las siglas de ese partido están muy por encima de los comisionados de turno. Entiendo, aunque no comparto, el silencio o el armisticio crítico de sus militantes ante la corrupción ya conocida o los bandazos programáticos de inconfesable motivación. Una malentendida aunque legítima lealtad, el pan de la casa, ambiciones políticas o bagajes familiares o existenciales podrían justificar esa premeditada prudencia ¿Qué destacados socialistas alzan hoy la voz? Pues, salvo alguna honrosa excepción, los que ya nada tienen que perder. No quito valor a las voces disidentes pero no las elevaré a los altares pues las agallas se muestran a puerta gayola y no parapetados tras los burladeros. Insisto. Estas reflexiones valen para todas las formaciones políticas conocidas y nada me gustaría más que proclamar alguna bendita rareza.
Lo dicho hasta ahora sería una verdad a medias, es decir, una falsedad en realidad, de silenciar otras convicciones. Junto a la honradez digamos convencional de la inmensa mayoría de afiliados, que presumo, hay otras obligaciones éticas no menos capitales. En la defensa de unas determinadas ideas y principios políticos no debería tener cabida el apoyo a quienes, adoleciendo manifiestamente de esas ideas y principios, sólo vinieron a corromper y a corromperse. La ceguera premeditada y reiterada en el tiempo de los que, con su voto, perpetúan el hedor en la política, muda a traición de los propios ideales y a colaboración necesaria con el delito.
Por su parte, los partidos políticos tienen una responsabilidad consigo mismo y, lo que es más importante, con el bien de la nación: elegir a los mejores; tanto más cuanto más alta sea la responsabilidad llamada a asumir. Hubo tiempos para la esperanza donde el bagaje laboral y los expedientes académicos logrados limpiamente tenían su peso. Garantizada la aptitud, restaba una higiénica actitud.
Por poco perspicaces que seamos, habremos de admitir que las cúpulas de los partidos se han convertido en contubernios donde los favores y lealtades se recompensan y la soberanía intelectual y valorativa es pisoteada. De facto, la ausencia de democracia y debate internos es enciclopédica. Lo repetiré cuantas veces sea necesario. La alarmante y premeditada depauperación de la democracia, al servicio de una sistémica y colosal corrupción, son responsabilidad de los dos grandes partidos de España; pepé y pesoe. En artículos precedentes expliqué, con cuanta prolijidad me fue posible, los fundamentos de esta convicción. La democracia española se está dinamitando desde sus propias entrañas, ignorando o pervirtiendo, según los casos, los resortes concebidos para neutralizar el abuso de poder y la tiranía. No se despisten. No siempre los autócratas visten de uniforme o de chándal hortera. Los hay de trajes a medida y de ropajes capciosamente populares.
Particularmente, no concibo democracia alguna donde no hay una verdadera división de poderes. Entiendo que los mojones entre los poderes legislativo y ejecutivo son algo confusos pero sin un poder judicial formal y sustantivamente independiente del poder político, la ley será lo que Platón, por boca de Trasímaco, definió como la conveniencia del más fuerte. Resulta curioso y no menos trágico que este aforismo formulado en el siglo IV a.C. goce de plena vigencia.
El panorama es desolador. Por diferentes y sospechosas razones, a la totalidad del espectro parlamentario no le interesa una justicia soberana. No es una opinión sino una realidad radicalmente irrefutable que no admite contradicción. Siendo González Presidente y Ledesma Ministro de Justica, se aprobó la Ley Orgánica 6/1985 de 1 de julio, lo que supuso el descabello definitivo a un tal Montesquieu. Desde entonces hasta ahora, los dos principales partidos nacionales se han ido cambiando los cromos de sus señorías, en espera de que la diosa de la Justicia pasase de puntillas ante la corrupción por tandas. La animadversión hacia la Justicia es variopinta. Algunos creen en el poder omnímodo y plenipotenciario de la representación política relegando la justicia para el vulgar populacho. Un disparate propio de regímenes totalitarios y de los que aspiran a serlo. Algunos mandatarios españoles llevan lustros haciendo serios esfuerzos en este sentido. Para no divagar pondré algunos ejemplos. Al Fiscal General del Estado no debería nombrarlo el Gobierno sino la propia carrera fiscal, más que nada para que, quien está llamado a liderar la defensa de la legalidad y del interés público, no acabe siendo el abogado defensor del gobierno y el paladín de intereses muy particulares. Así mismo, los vocales y presidente del gobierno de los jueces (Consejo General del Poder Judicial) deberían ser nombrados por la carrera judicial. El Tribunal de garantías constitucionales (TC) habría de ser una sala especial del Supremo y no un tribunal que, de facto et de iure, se ha convertido en una chancillería de casación del Supremo para blanquear las vergüenzas e ilegalidades del poder político. Verbigracia. La reciente ponencia del TC, apadrinando la amnistía a los condenados por el Supremo por sedición y malversación de caudales públicos, es una necedad manifiesta donde la letra y espíritu de nuestra Ley de Leyes han sido despreciadas por una cuestión de supervivencia política. Así de simple. Y así de terrible. Lo diré de otra manera. La citada ponencia es una traición al Tribunal Supremo, a las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado, a las acusaciones populares y a quienes, de una u otra forma, garantizaron el cumplimiento de la Ley, representando con honor a la democracia y patria españolas. El indulto supuso la condonación de la penitencia; la amnistía el reconocimiento de la inexistencia del pecado mismo o, expresado en otros términos, la deslegitimación de nuestra democracia perpetrada nada y nada menos que por la magistratura llamada a guardar y hacer guardar la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico.
Todavía indispuesto por el fallo deliberadamente fallado de Pumpido y cía., una tal Leyre vino a demostrar que todo puede empeorar. Su comparecencia del pasado día supera al esperpento valleinclanesco para convertirse en la más inimaginable y amarga tragedia griega. Sólo que, en este caso, los habituales protagonistas de los dramas helenos (reyes y héroes) han sido sustituidos por una señora que, por su grotesca impudicia, merece una banqueta de honor junto Ábalos, Koldo, Aldama, Santos Cerdá, García Ortiz, David Sánchez o Begoña Gómez, entre otros.
A pesar de todo o precisamente por todo, no me resisto a una visión cuando menos tragicómica de cuanto acontece. Como vino a decir no sé quién, aunque sé quién fue, los inteligentes están tan llenos de dudas como de certezas los imbéciles. Y uno, que es razonablemente pesimista y, por tanto, algo inteligente, anda henchido de zozobras ¿De veras creen que el pepé vendrá a salvarnos de esta descomunal corrupción? ¿Limpiará las eras propia y ajena? ¿Alguien, medianamente sensato, cree que Feijóo librará a la Justicia del yugo partitocrático? ¿Respetará las mejoras laborales acertadamente aprobadas en esta última legislatura? Un eventual gobierno pepé-vox, ¿le cantará las cuarenta a Israel por el genocidio de Gaza? ¿Lucharán contra toda la inmigración ILEGAL? ¿De veras? ¿También contra aquella que, por papeles, exhibe fajos de cien, doscientos y quinientos? No hay ganzúa como el dinero. Nadie pregunta por su origen y no hay puerta que se le resista ¿Y la izquierda? ¿Seguirá con sus gansadas y esnobismos de siempre? ¿Aceptará, de una puñetera vez, a la nación española y condenará toda dictadura de acá y de allá, sin peros ni demás conjunciones adversativas? ¿Dejará de coquetear con los rescoldos, todavía calientes, de ETA? ¿O seguirá exhumando al fantasma de quien lleva medio siglo criando malvas? ¿Perpetuará su consabida genuflexión hacia todo nacionalismo insolidario? Siempre me he preguntado cómo se lleva lo de tutelar dictaduras bananeras con esa animadversión patológica para con la democracia que les cobija ¿Cómo conviven con semejante contradicción intelectual? Yo, que deseo lo mejor a mis semejantes, les animo a que crucen el charco y vivan su soñada arcadia en Cuba, Venezuela y edenes de ese tenor. No se priven.
¿Buenos tiempos para la lírica? No lo creo pues nada espero de mimbres bien conocidos. Creo firmemente que España necesita poetas serios y prosistas utópicos que escriban recto aun en renglones torcidos.