El mar plateado refleja las últimas luces del día. La calma es casi preocupante. Al fondo, un gran barco de contenedores surca la línea del horizonte. Bajo la copa de un sauce llorón, un anciano apoya la cabeza sobre los puños de sus manos que a su vez sujetan un bastón asido al suelo. Gira la cabeza al oír su nombre, Caciano, cuando la muchacha le indica que es hora de recogerse. Responde que es pronto y que espere un poquito más. Hoy apenas si hay brisa y el día ha sido cálido. Se está bien sentado en su silla de mimbre viendo el mar y recordando tiempos anteriores. En su casi un siglo de existencia, él ha visto transformarse aquellas tierras de tal manera que parece increíble que sea el mismo lugar.
Desde dónde el ahora toma el sol de la tarde, por las mañanas lee el periódico local, mira el mar o escucha los graznidos de las gaviotas siempre revoltosas, un jardín con césped bien cuidado, arboles frutales, sauces llorones e incluso una higuera que inunda de fragancia el mes de mayo, cuando él era pequeño, sólo había un acantilado lleno de cagadas de gaviotas con hierbajos ralos y secos entre los que anidaban las aves. Allí, no había más vida que la del musgo en invierno y las aves en primavera. Abajo, en una hermosa bahía pedregosa, descansaban las barcas de los pescadores del pueblo. Una pequeña aldea con apenas treinta casas que vivían con lo poco que pescaban en un mar tranquilo lleno de peces y lo que sacaban de las pequeñas huertas que había en la desembocadura de un río menudo sito a un kilómetro al norte del poblado. Había quien, además de la huerta, tenía alguna que otra tierra en la que sembraba trigo para hacer pan. Todo economía de subsistencia. Los hijos, como en otros lugares, heredaban las propiedades de los padres y cuando había muchos hermanos, la mayoría acababan emigrando a lugares lejanos en busca de fortuna.
Fue uno de esos migrantes, el que lo cambió todo. Corrían los primeros años de la década de los sesenta y Marciano, el hijo de Esiquio, que había hecho carrera en Madrid como miembro relevante de La Falange, un día de agosto, volvió al pueblo para hablar con el entonces alcalde que era su hermano, también de nombre Esiquio. Traía unos documentos, unos planos para convertir la bahía en una playa y el entrante entre las rocas de la desembocadura del riachuelo, en un puerto deportivo. Para ello, debían urbanizar toda la vega donde se encontraban los huertos para construir apartamentos en los que traer turistas al mar.
Las buenas gentes del pueblo no estaban muy de acuerdo con aquello. La mayoría mostraron reticencias. Ellos vivían tranquilos con sus peces, sus huertas, su trigo para hacer pan y aquello suponía un cambio brusco. El pueblo se llenaría de extranjeros, de foráneos que los acabarían echando de sus casas. Pero Murciano, que ya había tratado en otras ocasiones con otras gentes parecidas, tenía varios ases debajo de la manga. El primero consistió en ofrecer por las tierras más dinero de lo que ninguno de los vecinos de su pueblo podría imaginar. El hambre de la posguerra y la carencia, hicieron su magia. Poco a poco, los más necesitados fueron firmando y los demás, al ver que ahora los otros podían comprar víveres que antes ni imaginaban que existían, acabaron pasando por el aro. Quién se opuso hasta que no puedo más fue Caciano, que estaba recién casado y no necesitaba víveres, si no trabajo. Por eso le acabaron pagando algo más que a los demás y compensaron la expropiación forzosa con una permuta por aquel acantilado semidesértico dónde anidaban las gaviotas. Diez hectáreas de hierbajos, musgo y cagadas de pájaro. Con el tiempo y los años, el pueblo acabó sucumbiendo bajo las excavadoras que acabaron demoliendo las casas de los pescadores para hacer más apartamentos y pisos. La bahía acabó transformada en una playa de arena fina y todo el término municipal del pueblo siendo urbano. Eso hizo que aquel terreno baldío con el que quisieron compensar a Caciano engañándolo, ya en los años ochenta, se convirtiera en una urbanización de lujo con vistas al mar que hizo de este un multimillonario.
Ahora, como sospechaban los primeros habitantes de Larrival en los años sesenta, los foráneos han echado del pueblo a los nativos. Los que tenían propiedades e hicieron fortuna, acabaron marchándose del pueblo a la gran ciudad desde la que manejan y alquilan sus pisos y apartamentos. Los hijos de los que quedaron que vivían del trabajo y no tuvieron la suerte de «pillar cacho» hoy no pueden comprar nada en treinta kilómetros a la redonda porque no pueden pagar los exorbitados precios que piden. Y hasta los alquileres, con el negocio de los pisos turísticos que no necesitan licencia de apertura, se han vuelto prohibitivos porque nadie quiere alquilar las casas por un año cuando por días, en tres meses de verano, sacan seis veces lo que sacarían alquilando a una familia de forma tradicional.
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El sol se ha ido por completo. Caciano ayudado por la chica ecuatoriana que le cuida, entra en casa. Hoy no habrá ducha. Llevan diez días con cortes de agua entre las seis de la tarde y las siete de la mañana. Porque hasta en eso han empeorado. El río hace años que se secó y como cada vez llueve menos y hay más turistas y más hoteles, los que viven allí tienen restricciones. Cosas de la industria que mueve este país.
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Marabunta
Pensando como enfocar el artículo de esta semana, escucho en la radio-anuncio (la condena de PRISA), por casualidad, a un tipo que cuenta que la ciudad de Barcelona, ante las quejas masivas de los vecinos, ha «eliminado» de todos los informadores turísticos, así como de Google Maps y otras aplicaciones similares, una línea de autobuses urbana que tiene parada en la misma puerta del Parque Güel, porque estaba tan atestada siempre de turistas que, aunque son los vecinos los que sostienen con sus impuestos municipales el servicio, estos no podían utilizarla.
El turismo en masa es una lacra. Sobre todo cuando se convierte en la única y exclusiva forma de industria. ¡Si hasta el año pasado tuvieron que cerrar los accesos al Everest porque parecía la Feria de Abril!
No hay sociedad, país o nación que pueda soportar la presión de aquellos que, en su condición de empoderados del Dólar, se creen que la ciudad es una atracción más de un parque de atracciones cuya entrada han pagado en su lugar de origen, con «barra libre» y que, con ese ticket, tienen el derecho de explotarla como si fuera de su propiedad y como un bien de consumo en el que se devora lo de dentro arrojando al exterior el resto como deshecho. Bares y discotecas de moda se han convertido en pocilgas de exposición de ganado en Baleares, Tarragona o Canarias, dónde el buen tiempo, el alcohol barato y las drogas de diseño, incrementan la lujuria pública e inundan las aceras de vomitonas y meados. Los centros de las ciudades y en algunos casos como en Ibiza, hasta la propia isla, han sido gentrificados y convertidos en muertos vivientes. Los ayuntamientos tienen que dar servicios a una población que ya no existe, que consume tres veces más agua que el nativo y que ensucia y hace más ruido de lo que la normativa permite. Es el negocio español por excelencia, el trabajo en B, reconvertido en el turismo de los llamados «pisos turísticos».
El turismo ha convertido el mundo en uno más de los bienes de consumo que el ser humano tritura sin conciencia ni conocimiento pensando, como en todo lo demás, que no hay consecuencias y que al final se arreglará sólo, porque todo es reparable o reemplazable sin mayores traumas. Es un mal de este hijoputismo que vive sólo por el ansia de figurar, de ser más y mejor, de haber visto más ciudades, haber visitado más países que nadie y como valoración de estatus. Más viajes, más poder económico, mayor importancia. No negaré que me gusta viajar. Pero soy consciente de mis carencias y sobre todo de las de la naturaleza. La gente quiere ir a la India, a Mozambique o a Honduras. Pero no quiere comer arroz con las manos, tomar Kumis, dormir en un lecho de juncos en una choza de adobe o surcar el Amazonas en una canoa entre los mosquitos. La gente quiere ir a China, Brasil o Santo Domingo y observar espacios, monumentos, o disfrutar de las playas o de los paisajes como el que contempla un tigre blanco en el zoo, protegidos por el cristal blindado. Y dormir en una cama entre sábanas de algodón egipcio, con su bañera llena de agua hasta los topes y sales de baño, con sus albornoces de algodón rizado y sus bufés de desayuno en los que toman champán o comen judías o caviar como si fuera lo normal en su día a día.
Y ese consumismo, como todo en el hijoputismo, produce unos daños colaterales importantes que nadie quiere reconocer. Llevan ochenta años advirtiéndonos de los peligros del comunismo que nos dejará sin casas y nos expropiará nuestras propiedades. Y la verdad es que ha sido el capitalismo, sobre todo en este #idioceno del hijoputismo el único que hasta ahora ha quitado casas y ha dejado a la gente en la calle (desahucios). El otro día causalmente llegó a mi TL de Twitter una noticia que me dejó patidifuso. Resulta que el gobierno de Coalición Canaria en 2013, aprobó una legislación para aquella comunidad autónoma en la que se dictamina que todos los propietarios de aquella vivienda declarada como segunda vivienda en su adquisición, tiene la OBLIGACIÓN de ceder su casa a empresas de alquiler vacional para que estas hagan negocio inmobiliario turístico. Y eso es inquebrantable aunque en la actualidad sea primera vivienda. De no hacerlo, ahora, están multando con 3.000 euros a sus propietarios. Esto ha pasado sin que el defensor del pueblo, el PSOE, el PP o sursuncorda hayan dicho nada al respecto y aunque cualquiera con dos dedos de frente sepa que va contra el artículo 33 de ese papel cebolla que llaman constitución.
De sobra es conocida la situación existente en la isla de Ibiza, en la que maestros, profesores, picoletos o maderos tienen serios problemas para encontrar vivienda porque, con la masificación turística de la isla, los propietarios prefieren alquilar por días en pisos turísticos que a familias para todo el año. Entre otras cosas porque en periodos cortos sacan más beneficio en los tres meses de verano que en tres años alquilándola de forma «convencional». De vez en cuando las televisiones tiran de agencia y nos cuentan el caso de fulanita, maestra en el colegio tal, que va y viene todos los días en avión desde Palma porque es más barato que alquilar casa en Ibiza o de menganito que vive en una caravana en un parking público porque no encuentra casa. El otro día, nos encontramos con la terrible noticia de que la familia de Abraham, había sido desahuciada de su casa perdiéndolo todo, hasta el libro de familia, y eso que tanto él como su compañera tienen trabajo y pueden destinar hasta 2000 euros al mes para alquiler de casa, lo que es, a la vista de lo sucedido, insuficiente. Tienen tres hijos y con un salario más que razonable, van a acabar en la indigencia porque el puto mercado, los políticos de turno y este hijoputismo de mierda que la #idiocia adora como si fuera la panacea, asfixia a los pobres y a nadie parece importarle.
Vivimos tiempos terribles. El hombre, se ha convertido en una alimaña para el medioambiente. Cientos de miles de personas que se mueven a lo largo y ancho del globo terráqueo (la estupidez ha llegado a tal calibre que 460 años después de que Galileo describiera el sistema solar, algunos, cada vez más, siguen creyendo que vivimos en un plato de sopa). Cientos de miles de seres humanos viajan cada año en avión, cogen un trasatlántico para pasar unos días de asueto empeñados en ver monumentos como quién va de vinos en Bilbao. Políticos que se empeñan en destruir playas, entornos naturales y en desecar acuíferos para que los turistas puedan llenar una bañera con agua, mientras la población autóctona padece restricciones. Políticos que se empeñan en agrandar aeropuertos, en unir estaciones de esquí en las que ya no hay nieve, para seguir especulando con los terrenos. Políticos que niegan el cambio climático porque resulta que sigue helando en invierno y a veces lleve tanto que se inundan los pueblos, pero que no se paran a pensar que los datos sobre el aumento de la temperatura no son una cosa puntual sino que son constantes (ya estamos en el 1,58 º sobre los niveles preindustriales). Que la temperatura del mar ha subido de tal forma que se anticipa una temporada extrema de huracanes. Eso si no acaba explosionando el AMOC. Que no es normal que hoy, mientras escribo esto, haya en Burgos 27 º y estamos a 14 de abril, aunque cada vez sea más habitual (y ahí es dónde está el problema). Políticos que nos recomiendan que comamos boquerones en lugar de ternera, cuando el problema no está en la especie que nos llevamos a la boca sino que consumimos dos veces lo que la naturaleza es capaz de generar. Que no es posible sustituir los coches de gasolina por eléctricos, ni buscar fuente de energía con la que mover barcos, trenes o aviones, porque el problema sigue siendo que no hay capacidad para suministrar este ritmo de vida y que o cambiamos de hábitos o acabaremos sucumbiendo como especie.
Y mientras, la prensa y la TV metiéndonos por los ojos la necesidad de una guerra y preguntándose por qué nadie quiere ir a ella para defender España. Si los políticos de mierda que crean estos conflictos tuvieran que luchar en primera línea, o sus hij@s, sus mujeres, sus sobrin@s, seguro que no habría ni un sólo conflicto en el mundo.
Apagar la TV y dejar de clickar en los medios de propaganda y fake news es una necesidad de higiene cerebral. Estarás igual de desinformado pero al menos pensarás por ti mismo. Apostemos por el feminismo, la igualdad, el decrecimiento entendido como cambio de modelo (consumismo por reparto equitativo de bienes de consumo) y por los servicios públicos exclusivos.
Salud, república y más escuelas.