Si hacemos caso a la versión oficial, fue una intriga digna de una película. La Policía Federal argentina anunció, el 24 de septiembre de 1948, que había desbaratado una conspiración para asesinar al general Perón y a su esposa, la mítica Evita, durante un acto que iba a celebrarse en el Teatro Colón durante el “día de la raza”, el 12 de octubre. Se suponía que detrás del plan estaba un espía estadounidense, en colaboración con un grupo de la oposición. Perón, de inmediato, convocó una concentración en la Plaza de Mayo y anunció que habían pretendido matarle para favorecer a los intereses capitalistas. El mismo imperialismo norteamericano que había eliminado al nicaragüense Augusto César Sandino y al colombiano Jorge Eliécer Gaitán, dos líderes populares, ahora trataba de deshacerse de su incómoda figura.
El peronismo cultivaba una imagen de “izquierdas”, con su insistencia en el discurso contra las oligarquías nacionales y extranjeras. Sin embargo, la influencia del fascismo resultaba evidente. Perón también se beneficiaba un culto a la personalidad, que en este caso tenía en Evita a su gran promotora. La antigua actriz, en sus discursos, presentaba a su marido como el único auténtico defensor del pueblo. Ningún buen ciudadano debía permitir que alguien le criticara. Tras el anuncio del magnicidio, dirigió a los enemigos del régimen una clara advertencia: “Sepan que si ellos no obedecen la consigna de luchar por una Argentina libre, justa y soberana, el pueblo puede tomarse algún día la justicia por sus manos”.
La entonces primera dama, en sus intervenciones públicas, no perdía ocasión de mostrar su devoción hacia Perón. Se definía a sí misma como una “fanática”, dispuesta siempre dar su vida por el presidente y por sus compatriotas. El fanatismo, en su opinión, no constituía un defecto sino una cualidad: “Así, fanáticas quiero que sean las mujeres de mi pueblo y fanáticos los trabajadores y los descamisados”. De esta forma, gracias a la intensidad de sus convicciones, los oprimidos lograrían vencer a los privilegiados, a todos aquellos que disponían de riquezas y privilegios pero no poseían algo mucho más básico: corazón.
Mientras el peronismo denunciaba el intento del magnicidio, sus adversarios afirmaban que el complot, en realidad, no había existido. Todo sería un montaje del gobierno para justificar la represión política. Mientras tanto, la diplomacia extranjera tomaba buena nota de lo que sucedía. El embajador español, José María Areilza, envío a su Ministro de Exteriores, Alberto Martín Artajo, un informe de 13 páginas fechado el 27 de septiembre, apenas tres días después de que se conocieran los hechos. El documento, conservado en la actualidad en la Fundación Nacional Francisco Franco, nos aporta una completa radiografía de la situación.
Areilza, era un monárquico afín a la Falange que había sido, entre 1937 y 1938, alcalde de Bilbao. Como franquista que era, defendía la España “una, grande y libre”. La guerra civil había sido, a su juicio, una lucha contra el mal, por lo que se oponía a toda idea de reconciliación. Admiraba, por supuesto, a Adolf Hitler, en el que veía al líder providencial que había sabido “conciliar los anhelos de reivindicación social de los trabajadores con el interés nacional de todo el pueblo alemán”.
Aunque no pertenecía a la carrera diplomática, Areiza, por su impecable perfil derechista, su licenciatura en derecho y su conocimiento de idiomas, era un candidato idóneo para ocupar un puesto en el extranjero. En 1947 fue destinado a Buenos Aires con el objetivo de fortalecer las relaciones con el gobierno peronista, uno de los pocos que mantenía vínculos diplomáticos con la España de Franco. Contrariaba así la reciente resolución de la ONU, que había recomendado el aislamiento de aquel residuo del fascismo internacional. Por ello, Argentina, como había señalado Martín Artajo, el ministro de exteriores hispano, se había convertido en “un punto de apoyo decisivo para nuestra política exterior”.
La España de la época, marcada a fuego por el hambre, necesitaba desesperadamente ayuda para sobrevivir. Fue entonces cuando, en el momento decisivo, pudo a ferrarse a la tabla de salvación que le ofrecía Perón. El líder populista le concedió al régimen de Franco los créditos que le permitieron adquirir el trigo argentino, al que se unieron otros productos, como maíz, carne y materias primas.
¿Cómo juzgaba Areilza la realidad argentina? En un primer momento, como señala Raanan Rein en su libro clásico, el embajador disfrutó de un estatus privilegiado. Ningún otro diplomático extranjero se reunía tan a menudo con Perón y Evita, en ocasiones como invitado en las cenas del palacio presidencial. La relación llegó a ser tan estrecha que comenzaron a circular comentarios insidiosos sobre una hipotética relación íntima entre la primera dama y el representante de la “madre patria”.
Perón, según uno de los informes que Areilza envío a su Ministro de Exteriores, se apoyaba “en la mayoría del Ejército, en las mayorías parlamentarias y en una extensa masa de opinión pública, demagógica y socializante, que empieza en la clase media y acaba en el proletariado”. Los trabajadores, marginados largo tiempo por la oligarquía conservadora, por fin habían encontrado quien les representara. Dentro de las clases populares, según pudo observar el diplomático, Evita disfrutaba de un inmenso prestigio. Su influencia era tan considerable que el gobierno argentino bien podía ser definido como una “diarquía”.
Para el general Perón, Franco era un importante aliado ideológico por su orientación anticomunista. A su entender, España mantenía una postura propia dentro del mundo Occidental. Esta supuesta independencia es lo que él identificaba con su “tercera posición”, una política con la que pretendía no identificarse ni con Estados Unidos ni con la Unión Soviética. Para fortalecer las relaciones con la “madre patria”, Evita protagonizó, en 1947, una visita en la que fue recibida triunfalmente. La primera dama argentina, según Areilza, se caracterizaba por su dinamismo y su capacidad para agitar a las masas. Sin embargo, su influencia en la vida política, a ojos del español, no resultaba del todo positiva porque algunas de sus decisiones resultaban arbitrarias. Estaba poseía, en su opinión, “por la pasión de mando”.
Al informar sobre el proyecto de atentado a la pareja presidencial, el embajador recoge el relato de la policía y nos dice que sus agentes, desde hacía dos meses, vigilaban la actividad subversiva de los conspiradores. Su cabecilla sería John Griffith, el antiguo secretario de la Embajada de Estados Unidos, “recientemente expulsado del país por considerarle como agente peligroso responsable de la reciente huelga de los empleados de banca”.
Arerilza cita también otras versiones que apuntaban que la idea era bombardear, desde el aire, el Teatro Colón. De esta forma, los antiperonistas habrían podido atentar contra un amplio número de dignatarios allí reunidos. Después, en medio del desorden subsiguiente, un golpe de Estado forzaría un cambio de gobierno. Según el representante hispano, algunas personas vinculadas a la aviación civil argentina se habían visto implicadas, de forma indirecta, en los acontecimientos. Otro elemento a considerar era la forma en que los militares habían conseguido infiltrarse entre los que preparaban el atentado: “Parece ser que varios oficiales del Ejército y de la Aviación habían logrado entrar en relación y conseguido la confianza de los conspiradores, de acuerdo con indicaciones que recibieron del propio Jefe del Estado y del de la Policía Federal”.
La conspiración, a decir del embajador, no había provocado sorpresa los que estaban bien informados sobre la situación argentina. Hacía ya semanas en que se detectaba un incremento de la oposición al régimen, ya fuera en el parlamento, a través de la difusión de publicaciones clandestinas o a través de manifestaciones callejeras. Se vía, por tanto, un momento de efervescencia política. En los cuarteles, mientras tanto, se notaba un estado de intranquilidad a juzgar por los continuos rumores que se difundían.
Apenas se divulgó la noticia del magnicidio frustrado, la Unión General de Trabajadores convocó una huelga general de 24 horas, concebida para expresar el apoyo de los obreros al general Perón. Areilza, en su informe, indica que el paro fue completo. Los trabajadores circulaban por Buenos Aires en camiones y tranvías, mientras enarbolaban grandes banderas y proferían “gritos poco tranquilizadores”. Los sindicatos habían reunido a una inmensa muchedumbre con una facilidad que el representante español le parecía, como mínimo, digna de mención. Areilza también consignó que la concentración estuvo a punto de degenerar en graves desórdenes cuando un sector de la multitud atacó la sede de La Prensa, el conocido diario antigubernamental.
Perón, por su parte, recibió a diversos embajadores extranjeros, con los que mantuvo un encuentro cordial. Aprovechó la ocasión para salir al paso “de las versiones que circulaban, de que la conspiración había sido inventada con objeto de intensificar la propaganda partidista y avivar el entusiasmo de las masas peronistas, algo decaído, como resultado de la situación económica interna y externa del país, y como consecuencia de los constantes ataques al régimen por parte de la oposición”.
El clima afable de la reunión se esfumó cuando apareció Roberto Mac Eachen, embajador de Uruguay. Este diplomático felicitó enseguida a Perón y le prometió que su país haría todo lo posible para descubrir a los conspiradores. El mandatario argentino, en lugar de agradecer sus palabras, le replicó irritado que Montevideo había permanecido pasivo ante el problema. Griffith, tras ser expulsado de Argentina, encontró acogida entre los uruguayos sin que nadie los vigilara. Mac Eachen, sorprendido por la andanada, repuso que nada se podía hacer contra el estadounidense. Esa era el precio por mantener una democracia. Perón, sin embargo, no aceptó el argumento. Creía que el cumplimiento de los Tratados Internacionales tenía prioridad sobre cualquier otra consideración.
Para Areilza, todo el asunto presentaba puntos aún por clarificar. La policía había detenido a diecisiete personas, todas de escasa importancia política. ¿Podían ser las únicas responsables de una conspiración tan peligrosa, tal como afirmaban las autoridades? Resultaba poco verosímil, según el diplomático español, que hubieran actuado “sin el apoyo de una fuerza seria, partido político o facción militar”. ¿Y si tenían razón los que sugerían que Perón, para frenar en el malestar en el Ejército, se había valido de una trama de poca importancia? Si esta teoría era cierta, el jefe del Estado se proponía demostrar a sus auténticos enemigos que disponía del apoyo del pueblo. Así, de esta forma, evitaba llegar “a una ruptura abierta con el Ejército”.
El informe del embajador español debió servir para que Martín Artajo, su ministro de exteriores, se hiciera una composición de lugar durante su visita a Buenos Aires en octubre de 1948. Era la primera vez que un miembro del gobierno español visitaba un país Sudamericano. Pero la alianza entre Franco y Perón, que entonces parecía tan sólida, acabaría por romperse. Argentina, con sus propios problemas económicos, no pudo continuar con las exportaciones de trigo a un precio político. Mientras tanto, la relación entre Areilza y el matrimonio Perón acabó en malos términos. Un informe de la CIA, de junio de 1949, dio cuenta de un serio incidente entre el español y Evita, cuando el primero llegó a tarde a un encuentro oficial con la primera dama. Ella, según el documento norteamericano, le insultó con palabras gruesas delante de un pequeño grupo de personas y se negó, a partir de ese momento, a recibirle. Areilza quedó inquieto: sus esfuerzos para estrechar las relaciones bilaterales con Argentina podían verse frustrados. Temía, además, quedarse, a su regreso a España, sin el cargo ministerial que ansiaba. El hecho es que Buenos Aires hizo saber a Madrid que un nombramiento en este sentido sería recibido como una ofensa a los Perón.