El inextricable y gélido Donald Trump no lleva ni un mes en el cargo y ya ha demostrado su inhumanidad con las personas del común, en las que no piensa ni ve porque, para él, son simples números, sin identidad ni trayectoria ni le importa su situación vital. Deshumanización que solo puede anidar en la mente de un sátrapa con corazón de hielo, que ni siente ni padece ni se ve concernido con el resultado de sus acciones y decisiones que acaban con el modus vivendi, con los proyectos e ilusiones de centenares de miles de personas, a las que condena a una vida sin futuro: a las que mata sin asesinarlas, con una saña sin límite. Personas a las que percibe como obstáculos despreciables, eliminables, si se oponen a sus fines o las usa y chantajea para que se plieguen a sus ocurrencias de chulo de barrio. En ambos casos las condena a morir en vida. Solo le interesan los que le pelotean, y los superricos que conforman su gobierno de oligarcas.
Prueba de su frío egocentrismo despreciativo fue la cara de aburrimiento rabioso, y apenas contenido, que evidenció en el acto interreligioso por su investidura presidencial, durante el discurso de la Obispa Mariann E. Budde, mirando espasmódicamente para todos los lados intentando liberarse, huir, de sus exhortaciones para que sea misericordioso con los inmigrantes ilegales o las personas del colectivo LGBTQ+, y compasivo con las que están asustadas por sus decisiones alocadas que condicionan sus vidas.
Ocurrencias espurias que plasma en una batería incesante de decretos que rubrica ostentosamente con una firma grande y larga —propia de las personas inseguras—, como muestra de qué en su cabeza solo caben mensajes simplistas y genéricos, America First, que le permiten hacer y decir cualquier cosa, y denotan el aislacionismo que mueve su pensamiento: si mi país, o yo, somos lo primero, siempre será a costa de los demás. Principio que rompe con la idea de negociación y pacto que diferentes organizaciones internacionales y países emplean para articular un nuevo orden global basado en los valores democráticos. Modelo que Trump, como todo ser egoísta, rechaza porque su capacidad de influir se diluye cuando hay que debatir y negociar que requiere sabiduría y empatía, virtudes de las que carece su visión plana de la vida: imponer mi deseo y ganar dinero.
De ahí la locura, rayana en el infantilismo, de querer expulsar a casi tres millones de gazatíes, para convertir Gaza en un beach club para ricos, donde Israel ha asesinado a decenas de miles de los legítimos propietarios del territorio con los que, por supuesto, no ha contado porque solo son bultos que le impiden enriquecerse. Confirmación de que su manera de hacer política es el chantaje del uso de la fuerza, como cualquier macarra; por ejemplo, imponiendo aranceles a quienes más influencia tienen en su economía —México y Canadá, a su principal rival China, y en breve a los países europeos— que alborotan el comercio internacional y perjudicarán a los estadounidenses, como auguran todos los economistas, con una subida de la inflación, del coste de la vida y el paro.
Desempleo sin cobertura social, al que ha enviado —y seguirá enviando— a centenares de miles de trabajadores del sector público, obsesionado por desmantelar todo resquicio del ya mínimo Estado del bienestar, en un marco de purga política sin precedentes de todo aquel que se oponga a sus deseos o interprete como un enemigo. Matonismo que expande xenofobia y racismo, al situar a los inmigrantes en la diana de sus obsesiones, sin caer en la cuenta del impacto que tendrá para la económica su pretensión de expulsar a los casi once millones de inmigrantes ilegales que, se estima, laboran en trabajos opacos para la administración. Programa que los gobernadores de Misuri y Misisipi han implementado con una recompensa de 1000 dólares a quienes den información sobre inmigrantes ilegales, que convierte la sociedad en un nido de espías y delatores: en un estado policial.
Si a estas locuras le unimos que las personas con más saber y experiencia han sido apartadas de los puestos clave de la administración pública, sustituidas por otras bisoñas e inexpertas, o situar a un desequilibrado mental al frente del ejército más poderoso del mundo o... Tengo para mí que serán los estadounidenses los que más van a sufrir la gestión del loco Trump, y que sus bravatas contra países amigos, que necesita para mantener su economía, terminarán en nada. Mucho ruido y pocas nueces. Tiempo al tiempo.