Me eduqué en el Colegio Montserrat
en el que me enseñaron a ser mi propio discípulo porque sólo así garantizaba
convertirme en un maestro.
Estudié solfeo mientras soñaba con el corazón de una lubina deshaciéndose en mi boca.
Estudié piano mientras soñaba con tocar mi propia marcha fúnebre el día de mi muerte.
Estudié ballet mientras soñaba con hacerle el amor a cada una de mis compañeras.
Y fui portero del Atlético de Madrid siendo merengue porque no conozco sueño que a sí mismo no se contradiga.
Tuve una hermana que no lo era,
una tía a la que sólo le faltó el amamantarme,
cuatro hermanos a los que nunca he visto;
y un ocho de junio, a mis treinta y siete años, pude conocer a mi abuela paterna
momentos antes de que se muriese.
De familia matriarcal, aprendí de todas las mujeres que abracé en mi vida;
y emulé, sin percatarme, los aciertos de mi tío.
Sentí la soledad todos los días que recuerdo
y en verdad atino si asevero que siempre estuve acompañado.
Inventé mis juegos y un trombón
por cada ráfaga de viento.
Inventé trescientos tipos de mahonesa.
Inventé el sudor de los orangutanes.
Tuve amigos y adversarios tan hermosos
como ineficientes
e introduje mi cabeza entre las piernas
de los tres seres humanos que me enamoraron.
Si Dios existe, me ha tratado siempre con cariño.
Cuando apareció mi primera cana hallé un pretexto para cambiar el mundo.
Desde mi tumba oía, junto a las raíces
y su uterina claustrofobia, cómo trepaban hasta la superficie los espárragos.
No me preocupaba la edad, cada año salía más hermoso en las fotografías
—la juventud era el miedo de llegar y no llegar a viejo
y es gracias a la edad que envejecemos cuando toca—.
Si bien la vida es demasiado corta para alargarla
y no hay peor consuelo que estar vivo ni mayor vergüenza que saberlo,
quise morir desde antes de que me concibieran
y apuré las ganas de vivir hasta bien entrada la muerte.
Me creía aún en edad de vivir
pero demostré que estaba muerto ante notario;
llegaron, incluso, a esparcir mis cenizas
junto a las sobras de los domingueros.
Ahora me muero y me vivo una y otra vez
y regreso a Dios para enseñarle cómo se hacen los hijos a la manera en que la mujer vuelve al hombre inmediatamente después del test de un embarazo.
En verdad que fallecí para rastrear los intramuros de la tierra.
Esperé a estar muerto para matarme
y esperé a matarme para estar solo;
la soledad es el único capricho de los muertos.
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