Que me entierren sobre Valle-Inclán, bajo la atención amarillenta de los hongos distraídos.
Que me entierren sin cautela, a golpes con el hoyo, para sentir las campanadas arenosas balanceándose mi carne a merced de su locura —cree el loco que adquiere la razón volviendo loco a los demás; y es, por tal empeño, el modo en que acentúa su locura—.
Que me tumben y sienten de otoño a primavera y me visiten para desflorarme, boquiabierto, ridículo celeste bajo la superficie de las margaritas.
Que me pidan paz las nuevas voluntades de los virus —la diferencia ente el exosoma más letal y el ser humano es el tamaño de la información—.
Que me transmitan los embajadores sus pasiones esterilizadas y el infortunio de querer tender la ropa en el invierno.
Que me entierren de una vez porque ya hube muerto cuatro veces —la primera al conocer la palabra 'triángulo'— pero no hay rareza en la muerte.
Raro es el padre que ve a sus hijos morir de viejos y raros son los hijos que ven nacer al padre —lo malo no es que nuestros hijos crezcan rápido; lo malo es que nosotros envejecemos a la misma velocidad—.
Raro es aquel que olvidó a su novia en el árbol más alto de África.
Raro es aquel que dedica su vida a curar el gigantismo mediante la lectura de novelas costarricenses.
Y rara es la mirada felicísima de una esparraguera que estuvo a punto que convertirse en alcornoque.
No hay rareza en la muerte sino orgullo.
Afortunado es el orgullo porque hace insoslayables los valores de la ética;
gloriosa mi arrogancia porque me impide apropiarme de las ideas de otros —incluso mi ternura es sobrehumana, habríais de saber que sólo yo me la merezco—.
No me leen, no sirve de nada cuanto digo, no se remunera mi sudor tampoco cuando duermo; ¿cómo podría sin ego levantarme cada día de la cama?
Donde veis un desprestigio, yo veo cualidades, hermosísimas miserias que me invitan a quererme;y así, de tal manera, me vuelvo perezoso cuando quiero haceros daño.