Estoy enviando esto a publicar dos minutos antes de que el presidente comience a exponer su plan nacional contra la corrupción, de momento en minúsculas para que no nos decepcione demasiado y, por mucho que parezca que algunos se rasgan las vestiduras, lo peor es que ninguno de los grupos parlamentarios que son decisivos para su continuidad en la Moncloa le dirá a Sánchez que contra la corrupción, tal como ocurre con tantas enfermedades, más vale prevenir, pues en las leyes para castigarla es muy fácil colocar trampas para que puedan librarse los culpables.
Pensando en leyes menos tramposas, no creo que a nadie le quepa la menor duda de que hay un factor, ese tiempo que todo lo termina degradando, que contribuye poderosamente al avance de la corrupción en la gestión pública.
Se trata, evidentemente, de la cantidad de tiempo que una persona permanece en las instituciones públicas, y son muchas las que llevan décadas.
Esa permanencia en lo público es imprescindible para que se puedan tejer unas confianzas privadas entre corruptores y corruptibles, sea quien sea el que tire la primera piedra, que son imprescindibles para compartir delitos, pues quienes intervienen en corruptelas y corrupciones saben perfectamente que están actuando al margen de la ley y que deben guardar los secretos..., o grabar a sus compinches, por lo que pueda suceder.
Los muchos males que provoca el paso de los años disfrutando de un poder que siempre corrompe (Lord Acton, 1887) solo pueden ser combatidos obligando a cambiar los nombres de los protagonistas cada cierto tiempo. Se llama limitación de mandatos y es tan fácil dar con esta solución como imposible parece, siquiera, el atreverse a pronunciarla.
De aprobarse una reforma de este tenor, la mayoría de quienes piensan más en sus intereses privados que en el servicio público comenzarían por no ofrecerse para hacer política institucional.
Y estoy convencido de que le saldría mucho más barato a la hacienda pública, es decir, a toda la sociedad, asegurar una compensación suficiente a quienes dediquen unos años, pero ni uno más, a hacer política desde las instituciones, que los costes directos e indirectos que se derivan de una corrupción mucho más generalizada de lo que parece pues, quienes se han puesto a evaluarla, siempre concluyen que estamos hablando de miles de millones.
Digo lo anterior, más que nada, por los muchos campeones de una corrupción incluso condenada en los tribunales que presumen de querer reducir el gasto público para convencernos de que si les compramos su demagogia y sus mentiras (el día de las urnas) les saldremos más baratos.
Pero como ni unos ni otros, ojalá me equivoque, se atreverán con la reforma necesaria para implantar la limitación de mandatos, me permitiré proponer otra que, aunque de menor cuantía a la hora de enviar políticos a otras tareas menos peligrosas para los contribuyentes, añade la virtud de acompañar mejores consecuencias en lo de salvar la democracia, que no sería poca cosa.
Me refiero a rejuvenecer para regenerar y nace de la lógica tras comprobar que, mientras las personas elegibles de menos de 30 años de edad en el censo electoral superan el 17,2% del total, no llegan ni al 2,6% el de los escaños del Congreso ocupados por jóvenes de ese mismo tramo de edad.
Tal ausencia de personas que, por naturaleza, son incómodas para quienes tienen algo que ocultar, contribuye, además, a cultivar la desafección por la democracia entre millones de jóvenes a quienes solo se les convoca para votar cada cuatro años y no tienen entre sus amigos o conocidos quienes puedan contarles en persona como es la política desde dentro, más que nada para no caer víctimas de la demagogia simple y radical de los que pretenden volver a mandar a punta de pistola.
Pedro Sánchez está a punto de comenzar su intervención en el Congreso y nada me haría más feliz que haberme equivocado con el pesimismo que se deduce de esto que yo acabo de escribir y usted, que sí sabrá el resultado, acaba de leer.