Eduardo Luis Junquera Cubiles

Medios de comunicación

21 de Octubre de 2023
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manipulación

Los programas informativos de Estados Unidos emitidos en horario de tarde-noche fueron esenciales para construir la cultura política nacional en el siglo XX, especialmente los de la CBS y la NBC (la CNN no surge hasta 1980) porque existía un vínculo sagrado entre un público que buscaba la verdad y periodistas que aspiraban a comprender y explicar un mundo cada vez más complejo y cambiante. El mejor ejemplo de ello fue Vietnam: la América eterna entró en la década de los sesenta despreocupada y feliz como un ingenuo adolescente de 15 años y salió de la Guerra de Vietnam horrorosamente traumatizada y exhausta una década después porque una experiencia como esa no deja nada ni nadie indemne. El mal tiene esa capacidad de aniquilar la infancia que anida en nosotros. Estados Unidos creó su corazón de las tinieblas en los altiplanos y deltas vietnamitas mientras la nación cambiaba su fisonomía por medio de las luchas civiles hasta hacerse irreconocible para las generaciones de estadounidenses nacidos entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, que vieron su mundo desmoronarse. Algunos periodistas, como Michael Herr, que participó en la adaptación de los guiones de Apocalypse Now y La chaqueta metálica porque Coppola y Kubrick estaban fascinados por sus magistrales crónicas, escritas desde Vietnam y publicadas por Esquire, fueron capaces de retratar una época demencial de terror en la que las dos naciones descendieron a los infiernos: Estados Unidos como despiadado agresor y Vietnam como víctima. Herr también escribió años después el mejor libro bélico de la historia, Despachos de guerra, en el que de nuevo retrató, como un grito de horror indescriptible, la hecatombe humana, moral y militar causada por la barbarie estadounidense en Vietnam.

Volviendo a la televisión: extraordinariamente impactante fue la histórica intervención de Walter Cronkite en su programa de noticias en la CBS, el 27 de febrero de 1968, después de su viaje a los campos de batalla de Vietnam para saber qué estaba ocurriendo realmente con las tropas de Estados Unidos. Tras examinar sobre el terreno el conflicto y hablar con los vietnamitas, Cronkite dijo ante millones de espectadores: “El presidente nos ha engañado” y declaró que la victoria era imposible. Sus palabras tuvieron un efecto demoledor y acabaron con el apoyo de la sociedad norteamericana a la guerra. Los biógrafos del presidente Lyndon Johnson dicen que tras ver esta alocución palideció y comenzó a sufrir temblores. Días después, decidió no presentarse a la reelección, reconociendo que era capaz de luchar contra todo menos contra el prestigio y la credibilidad de Walter Cronkite. Los informativos de Cronkite también fueron decisivos a la hora de formar una corriente de opinión favorable a los derechos civiles en los Estados Unidos de los años sesenta.

A finales de la década de los ochenta, la ABC, incapaz de competir con los enormes medios desplegados por la CBS y la NBC, comenzó a emitir un nuevo formato televisivo: el “talk show” (entrevistas, humor, música y sátira) en horario nocturno. Hasta entonces, este tipo de programas solo se difundían en las franjas diurnas. La nueva fórmula obtuvo rápidamente excelentes resultados de audiencia en un país en el que todo éxito se mide en dinero. Poco a poco, esa nueva cultura del entretenimiento que mezcla información, humor y opinión fue arrinconando los rígidos formatos informativos que predominaban en las televisiones estadounidenses, cuyos patrones antes o después se terminan imitando en todo el mundo. Hasta ese momento, existía un modelo claro que separaba de forma precisa los programas informativos de los de entretenimiento, pero esa línea no tardó en desdibujarse. En la actualidad, en las programaciones matinales de muchos países proliferan espacios con apariencia rigurosa en los que pretendidos expertos vierten opiniones sobre multitud de temas políticos, sociales y económicos. Subjetividad contra rigor. Esta pátina de sabiduría otorga a estos tertulianos una gran capacidad a la hora de influir en la opinión pública. Un ejemplo claro es la psicosis creada en España con las ocupaciones de pisos. Dos programas matinales han conseguido que un fenómeno marginal parezca un problema general. ¿Por qué no grabar una pelea entre adolescentes sudamericanos a la salida de cualquier discoteca todos y cada uno de los fines de semana para afirmar que las bandas violentas procedentes del centro y el sur de América han infestado España y mantienen aterrorizada a la población (nativa)? Todo parece caber -y el fenómeno es mundial- en los medios de comunicación que han adoptado el sensacionalismo y la mentira como estrategias para que los partidos de derechas alcancen el poder de nuevo.

Cuando el modelo informativo de presentadores como Walter Cronkite (CBS Evening News, 1962-1981) o Peter Jennings (ABC World News Tonight, 1983-2005) se agotaba, cadenas por cable como HBO o Comedy Central incrementaron la producción de programas que mezclaban la información política con la sátira y la actualidad explicada en clave de humor. Fue así como Jon Stewart, presentador del programa satírico The Daily Show, del canal Comedy Central, desplazó en prestigio (credibilidad) y audiencia (dinero) a los conductores de los programas tradicionales. Como es normal, estos espacios se convirtieron en herramientas fundamentales para formar el pensamiento político de los estadounidenses y comenzaron a influir enormemente en la cultura del país. Hay quien piensa que este tipo de formatos banalizan la política y van dirigidos a un público poco exigente, pero yo creo que ese estilo televisivo, precisamente, posee la capacidad de crear una cierta conciencia política en ciudadanos que por la razón que sea jamás verían los informativos tradicionales. Todo esto lo digo con reservas y matices: habrá espectadores absolutamente acríticos que asistan a este tipo de programas, mientras que otros son mucho más exigentes. Cuando estoy en España suelo ver El Intermedio, y me parece una verdadera tragedia que un programa satírico como este lleve a cabo más denuncias sociales que muchos informativos presumiblemente rigurosos. Las entrevistas que la reportera Thais Villas hace en los barrios madrileños de Vallecas y el barrio de Salamanca en las que, por poner un ejemplo real, una persona que lo necesita declara que lleva 5 años sin hacer una visita al dentista, mientras otra explica que en los últimos meses ha gastado 10.000 euros para embellecer la dentadura, dice mucho de las desigualdades que sufrimos en nuestro país. El Intermedio tiene otras secciones igualmente ilustrativas que nos muestran diversos problemas sociales. Otros programas ni mencionan estas realidades, se centran en los sucesos o explican la actualidad de forma superficial. Me parece innegable que El Intermedio genera conciencia política y hasta conciencia de clase, y eso ya es mucho en ausencia de programas informativos de calidad.

Por cierto, el programa que durante décadas ostentó la supremacía en la audiencia en horario diurno en Estados Unidos, el Show de Oprah Winfrey, emitido a través de varios canales, daba mucha importancia a la cultura a través de la promoción de los clubes de lectura y otras secciones culturales similares. A la vez, evitó caer en el amarillismo en el que incurrían otros espacios con idéntico formato. Recuerdo un caso parecido en España: el de Julia Otero. Entre los años 2000 y 2004, la periodista gallega presentó un programa de variedades en horario de tarde en la televisión pública catalana TV3. En ese espacio no existía ninguna sección dedicada al periodismo del corazón y temas escabrosos, en una época en la que todo programa similar concedía tiempo a estos asuntos. Poder disfrutar de espacios como estos es muy distinto a encender el televisor y ver programas como el extinto Sálvame.  

Para algunas personas, y parece que son más cada día, no importan tanto la verdad y la razón como confirmar sus prejuicios y reforzar sus ideas, algo que, desgraciadamente, encaja con la voluntad de algunos medios de manipular o inventar las noticias. El 7 de abril de 2018, una furgoneta de reparto arrolló a un grupo de transeúntes en la ciudad de Münster, al oeste de Alemania. El atropello dejó al menos dos muertos y varias decenas de heridos y, dado el historial de atentados cometidos en Europa por islamistas en los últimos 20 años, puso a las fuerzas de seguridad alemanas en alerta. La investigación preliminar descartó por completo el móvil terrorista. El autor fue un pequeño delincuente alemán con antecedentes psiquiátricos, identificado como Jens R., nacido en 1969. La Policía germana cerró el caso, la ultraderecha no. Difundiendo la imagen de un joven entrevistado por la cadena austríaca OE24, medios de difusión de noticias falsas aseguraron que el autor del atropello era un musulmán de origen kurdo. Incluso la Policía del länder de Renania del Norte-Westfalia, a través de su cuenta oficial, se vio obligada a desmentir estas noticias y a pedir prudencia a la hora de especular acerca de las posibles causas del incidente. No importa. El racismo es una deficiencia de carácter ético y no es extraño que alguien racista, que al fin y al cabo anhela una sociedad en la que predominen las discriminaciones y las jerarquías, adolezca de otras carencias en el orden moral. ¿Qué es la verdad para estos enemigos de la democracia sino un incómodo y prescindible accesorio? Dos días después del desmentido de las autoridades alemanas, varios periódicos digitales españoles abrían sus páginas web con el siguiente titular: “El atacante de Münster era de origen kurdo y musulmán”. Las noticias eran un copia-pega en todos los medios y comenzaban diciendo “La Policía alemana vuelve a mentir”. En estos periódicos se decía que el autor del ataque era “un kurdo que había llegado a Alemania como inmigrante y que había legalizado su situación obteniendo la nacionalidad germana”. No se citaban fuentes de ninguna clase, y solo uno de los medios publicó un hipervínculo que llevaba ¡a un blog! Esta secuencia de no citar o inventar las fuentes y otorgar más credibilidad a los bulos que a las noticias contrastadas se repite de manera constante en este tipo de medios.

No podemos ver estas cuestiones como anécdotas, sino como hechos gravísimos que tienen una influencia extraordinaria en nuestras vidas y en la sociedad. Un estudio publicado por el diario Folha de Sao Paulo días antes de la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, el 28 de octubre de 2018, mostraba que nada menos que el 97% de las noticias compartidas por sus partidarios a través de WhatsApp estaban manipuladas o eran falsas, todo ello en el segundo país del mundo que más utiliza esta red social y con 6 de cada 10 de sus votantes informándose de forma prioritaria a través de ella. La Folha también publicó que un grupo de empresarios habría pagado contratos por valor de 2,8 millones de euros para adquirir paquetes de noticias falsas de carácter negativo contra el Partido de los Trabajadores (PT), la formación del candidato, Fernando Haddad, que se enfrentó a Bolsonaro en la segunda vuelta. Entre las barbaridades que pudimos leer durante la campaña estaba la que señalaba que el Partido de los Trabajadores quería legalizar la pedofilia; que en el programa de gobierno de Haddad figuraba la promoción de la homosexualidad en las escuelas; el proyecto del PT de cerrar las iglesias (fue el Gobierno de Lula da Silva el que sancionó la Ley de Libertad Religiosa [Lei Nº 10.825, 22 de dezembro de 2003], que reforzó la personalidad jurídica de las iglesias y garantizó la libertad de culto); la defensa de las relaciones sexuales entre padres e hijos por parte del propio Haddad; o la idea del candidato del PT de llevar a cabo una excarcelación masiva de delincuentes. Esta clase de eventos antidemocráticos ya no son esporádicos y se producen cuando la población —en Brasil o en cualquier rincón del mundo— no hace un esfuerzo por informarse de forma veraz.

Mucho ha cambiado el periodismo en los últimos 50 años. En algunos aspectos para mejor. En la actualidad, disponemos de medios tecnológicos sobrados para verificar la información en tiempo real y en pantalla en debates como el que tuvo lugar el pasado 10 de julio entre Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sánchez, otra cosa es que no existiera voluntad de hacerlo por parte de Antena 3. Una persona puede mostrar, como hizo Sánchez, señales de ansiedad (sudor, temblor, tensión en el rostro), y eso no significa que no tenga razón o que esté mintiendo. Helmut Kohl era inseguro, mal orador y se desenvolvía con torpeza en el Parlamento, y la prensa alemana siempre fue inmisericorde con él, especialmente cuando le comparaba con el brillantísimo Helmut Schmidt, pero fue un buen gobernante. De diez debates con Schmidt o con Ludwig Erhard habría perdido los diez. Sin embargo, fue mejor que ambos en la gestión y, hasta el inaceptable error de “Spendenaffäre”, cuando reconoció haber recibido dos millones de marcos (un millón de euros) por parte de un comerciante de armas para financiar irregularmente la CDU, se comportó de manera ejemplarmente honesta.

Los alemanes no transigen con ciertas cosas. Este escándalo sirvió para reformar la ley de financiación de partidos, y Merkel relegó para siempre a Kohl al ostracismo. Comparen esto con la defenestración de Pablo Casado, causada por su denuncia de presunta corrupción del hermano de Isabel Díaz Ayuso. Esa impresión de seguridad que causó Feijóo es un factor independiente para que resultase vencedor en el debate y para que el PP creciese en intención de voto en las horas inmediatamente posteriores al mismo. Esta circunstancia nos retrotrae al resultado del histórico cara a cara entre Nixon y Kennedy, que tuvo lugar en los estudios de la CBS en Chicago, el 26 de septiembre de 1960, y fue seguido por 66,4 millones de personas: quienes escucharon el debate a través de la radio dieron como vencedor a Nixon, mientras que quienes lo vieron en sus televisores declararon que el ganador era Kennedy.  Lo que me resulta incomprensible es que el PP aumentase su ventaja incluso cuando tan solo unas horas después muchos medios publicasen la falsedad de las noticias (fueron siete) utilizadas por el candidato del PP para atacar a Sánchez, algunas de las cuales no eran simplemente afirmaciones tendenciosas, sino notas de prensa grotescamente manipuladas. Y es que desde tiempos de Pablo Casado se ha creado la idea de que la prioridad absoluta nacional es echar a Sánchez, de manera que todo, corrupción y uso de noticias falsas incluidos, pasan a un segundo plano. Por eso escándalos como el de la alcaldesa de Marbella, que hubieran tenido un tratamiento implacable por parte de la dirección del PP hace solo tres años, se convierten ahora en pecados veniales. Volviendo al debate entre Sánchez y Feijóo: creí que habíamos alcanzado un acuerdo mucho más sincero y claro como sociedad con el fin de combatir la información falsa. Este compromiso no puede recaer únicamente sobre el periodismo, sino sobre unos ciudadanos que demandan información veraz y no transigen con las noticias falsas, las publique quien las publique.

El periodismo siempre debe cuestionar al poder. Y debe hacerlo, aunque la gestión de un gobernante sea eficiente, austera y honesta. La cercanía con el poder acaba matando al periodismo e influye de forma absolutamente nítida en la información que se presta al ciudadano. Una cosa es la cordialidad entre instituciones y otra muy distinta ese dormir en la misma cama y comer en la misma mesa que lleva al compadreo, la complicidad y las distintas formas de corrupción. Con el fin de hundir la espectacular progresión de Podemos, Antonio García Ferreras lanzó un bulo en 2016 a sabiendas de que lo era utilizando para ello como fuente un periódico como Okdiario, que difunde noticias falsas de manera habitual, que ha sido condenado por ello y que, según los datos del Digital News Report España 2023, desarrollado por el Reuters Institute de la Universidad de Oxford, es uno de los cinco diarios en línea más leído de España. Así estamos.

Seguimos sangrando por las mismas heridas. Hace unos meses vi una escena en el norte de Francia que imaginé imposible en España: una cría de unos 15 años, con un rostro carnoso de indescriptible belleza germánica, sentada en el suelo de una estación de tren de un pueblecillo insignificante leía a Voltaire. No quiero ser fatalista, pero pienso que la mayor parte de las jóvenes españolas de su edad que viven en los barrios pobres como Vallecas, San Blas o Villaverde asisten a programas televisivos como el felizmente desaparecido “Sálvame”, y su actitud ante la vida más se parece a una triste resignación que a la rebeldía que hoy necesitamos, que nace también de lecturas como las de esa adolescente gala. Mientras, muchas niñas de derechas se esfuerzan por imitar los gestos de Millán-Astray, gritando “obedientes” y chulescas el “que te vote Txapote”. La derecha (española) necesita siempre un objeto sobre el que depositar su odio. Con estos elementos sobre la mesa, alcanzar una masa crítica que transforme el país se antoja misión imposible. Una persona que idolatra a personajes como Belén Esteban (llegó a ser número uno en ventas de libros) o modelos semejantes puede tener conciencia de sus penurias económicas y sociales, pero difícilmente va a elaborar algún pensamiento que le lleve a imaginar un país mejor, ni mucho menos va a movilizarse o sindicarse para cambiar nada. Esa escena de la niña francesa es posible en un país en el que cada día se abren librerías porque el Estado y los patriotas franceses fomentan la lectura con el mismo entusiasmo con el que los nuestros censuran a ¡Lope de Vega! Por eso Francia es Francia y nosotros somos la España cateta orgullosa de su estupidez e incluso de repetir lo que Ortega y Gasset llamaba su “tibetanización”.

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