Los españoles parecen rendidos. En general. No les culpo. Razones hay para sucumbir al desaliento. No creo que semejante apatía ande ligada con nuestra españolidad; para quien la sienta, naturalmente. Pues hay quienes se sienten vascos, catalanes o gallegos. En exclusividad. No tienen el corazón partío ni dispersos sus amores. Otros se autoproclaman ciudadanos del mundo. La patria chica se les queda pequeña. Normal. Para eso es chica. Mi más sincera enhorabuena a todos, a todas y a todes. Al fin y al cabo “la tierra no es de nadie sino del viento”, o algo así dejó dicho Zetapé el Solemne. Un fenómeno el tío aunque intuyo que allí donde compró sus chaletes de lujo, el viento ni está ni se le espera. ¿Y del petróleo qué me dices? ¿Te lo llevas crudo o también lo arrastra el ventarrón?
No gana uno para tanto baldragas; ni para tanto amante del viento ajeno ¿Quién nos lo iba a decir? Montoro, aquel implacable recaudador, también se lo llevó crudo por legislar a la carta. Enésimo sinvergüenza que se suma a una lista más larga que lo que queda de mes consumida la nómina. Principiada por el mismísimo dEmérito y secundada por diestros y siniestros, nacionalistas y patriotas pues en esto de mangar, ¡oiga usted!, hay un consenso del copón. O así lo diría el bueno de Robinfood.
Unos, mientras niegan la corrupción de los suyos, magnifican la de los otros. Los moderados, es decir, los exaltados a media jornada, se reconfortan ante necrosis igualadas. Por encima de todo son gregarios, leales guerreros que morirán y matarán por los suyos. Así nos va.
Yo también pertenezco al viento; sobre todo al que remolca hasta lugares remotos el hedor de aquestos y esotros. Carezco de esa necesidad de pertenencia a algo o a alguien. Aún sin causa siempre fui rebelde aunque, de momento, preservo la fe. Creo en las personas de buena voluntad y en las ideas que funcionan. Mal asunto cuando ojerizas y tabúes nublan el juicio. Sé bien que soy pasto de prejuicios ajenos por pertenencias pretéritas y confesiones muy recientes y no me importa. Absolutamente nada. La vida es corta para fingir lo que no se es, silenciar el pensamiento o supeditar la propia dignidad a glorias inmerecidas o fracasos aparentes. Sigo, o al menos lo intento, al que sólo distinguió el bien del mal. Hasta ofreció un plan Bé para los que eligieron lo segundo. Hay avatares, no obstante, que superan mi entendimiento y debilitan una fe, la mía, que resiste cuanto puede. Como he dicho en más de una ocasión, el libre albedrío no está para todos pues muchos de nuestros semejantes nacieron y crecieron en ambientes tan duros y hostiles que la mera supervivencia enervó toda libertad; también la de elegir. Y siendo esto así, debemos permitir que las distintas realidades resquebrajen nuestras acomodadas conjeturas y argumentaciones. Este mundo en un lugar difícil donde hacemos lo que buenamente podemos aunque no es menos cierto que muchos, en condiciones de elegir, hacen lo que no deben. Un lugar en el que cohabitan los excesos más grotescos con carencias dantescas. No pasa un solo día sin que seres inocentes sean sacrificados o profanados por dinero, locura u odio.
Ante semejante situación, se espera de los líderes de las naciones un testimonio inspirador para sus respectivos pueblos. Mas las crónicas pretéritas y coetáneas no hacen sino desmentir esa aspiración. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, es decir, la democracia formal y sustantiva, jamás debe darse por descontada allí donde supuestamente reina. Sus enemigos son reconocibles y pagan muy bien. Cuando los hechos desmienten, sin razones confesables, a la palabra dada, cuando los gobernantes venden su alma por treinta monedas, cuando sus vidas contradicen lo que dicen defender, cuando, llegado el caso, exigen sacrificio al pueblo mientras preservan y ensanchan sus ventajosos fueros, cuando estas y otras señales aparecen, deberían saber que la democracia no está en buenas manos.
La democracia real no garantiza nada pero es el mejor de los comienzos. Descartado el régimen asambleario por irrealizable, tendremos que conformarnos con la democracia representativa. Pero no seamos ingenuos. El poder necesita de continuas interferencias para que ni se acomode ni se corrompa. Y es justamente ahí donde entra el pueblo soberano. Participando en la dialéctica y praxis democrática. Protagonizando el modelo de sociedad que demanda para sí. Y censurando en las urnas lo que desmerece apoyo alguno; sin titubeos ni medias tintas. Haríamos bien en reconocer que, en no pocas ocasiones, los partidos que representan nuestras ideas son secuestrados por cuadrillas de sinvergüenzas y oportunistas que sólo buscan su propia fortuna. Emergidas y olisqueadas las boñigas, los partidos, jerarquizados al modo castrense, responden de manera insuficiente cuando no nula. Sólo quedan las urnas que acostumbran a reaccionar tarde, mal y casi nunca. Y es que todavía no hemos interiorizado el colosal poder de la democracia. El conocimiento, la soberanía económica, la ecuanimidad y el buen juicio devolverían a las urnas toda su grandeza. Y todo su poder. Abraham Lincoln dejó dicho que “ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otros sin su consentimiento”. Modestamente, añadiría que ningún pueblo debería consentir la permanencia en el poder de quienes, previa y debidamente consentidos, han mancillado el consentimiento prestado. Y es que la democracia no se agota en las urnas sino que comienza con ellas.
Disculpen este desahogo. El viento, una vez más, se llevará consigo estas palabras mías que, como toda utopía lanzada al aire, cederán el empuje de un mundo malherido que mira demasiado a su ombligo y rara vez mira al cielo.